Una bendición del altísimo.
Aunque algunos ciudadanos de la tierra, no han simpatizado mucho, con la
personalidad del Papa Francisco I, por aquello de que se salió de muchos
protocolos antiguos, del régimen eclesiástico, y se viene alineando por los
caminos de la sencillez, la bondad, la tranquilidad para resolver los problemas
que la Iglesia Católica, había diseñado a lo largo de veinte siglos, y lo más
importante, trata de convertirla, en una entidad menos problemática, para
pertenecer a ella, tal vez aplicando la norma del antiguo: Tantum Ergo, cuando
anuncia:
Que los viejos ritos, terminen y que empiecen las nuevas normas; para
mí, es un Papa con una personalidad de mucho peso; con una alta dosis de
bondad, para manejar a todos aquellos que se atraviesan en su camino pastoral;
y posee una seguridad impresionante cuando se dirige a sus congéneres, que lo
hacen un personaje supremamente carismático.
Cuando le miramos su rostro, lleno de paz interior, con una mirada que
penetra lo más profundo de nuestros espíritus, con el carisma de sus ojos de un
azul verdoso, nos muestra la sencillez de su labor pastoral y parece que
estuviera diciendo:
Te conozco, tu eres mi hermano en Jesucristo, conversemos
de tú a tú, como dos personas comunes y corrientes.
Con esta pequeña presentación de Nuestro Sumo Pontífice, entremos en
materia con aquello de la especial visita que nos acaba de hacer a los
colombianos y que seguramente, dejará efectos duraderos en todos los corazones.
Este viaje fue anunciado todo el año, y los preparativos se vinieron haciendo
con paciencia y muchas ganas, porque una gran mayoría del pueblo colombiano lo
aprecia y lo siente como su Pastor.
El viaje estaba programado para las 11,00, hora local de Roma, para volar
9.825 kilómetros, por espacio de 12 horas para llegar a Bogotá.
El Papa y su comitiva, entraron por un lugar especial y los periodistas que
lo iban a acompañar, entraron por otro lado.
El único percance que tuvo el avión Pastor I, un Airbus A 330, de la
compañía Alitalia, en su vuelo AZ 4000, fue un ligero desvío de su ruta, para
desquitarle un poco al huracán: Irma, pero este percance, no generó aumento del
tiempo de viaje.
Como buen
viajero, el Papa llegó a la hora acordada y tomo posesión de la silla número
uno, en donde le habían colocado, al frente una imagen de Nuestra Señora la Virgen de la Bonaria.
A la 11,47
el Papa llegó al lugar del avión en donde estaban los periodistas y presentó un
saludo y unos agradecimientos por todo lo que van a hacer en su viaje a
Colombia; también les contó que el vuelo va a pasar por los cielos de Venezuela
y que pide una oración especial, para que ese país, recupere la estabilidad
democrática.
Estas fueron
sus palabras: "Gracias por la compañía y por este trabajo que harán para
acompañarme en este viaje que es un poco especial porque es un viaje para
ayudar también a Colombia a ir adelante",
Luego, soltó
el micrófono y saludó a cada uno en particular y recibió algunos obsequios que
cada periodista le llevaba.
Más tarde,
regresó a la privacidad y solo lo volvieron a ver, cuando se bajaba del avión
en el aeropuerto de Bogotá, que fue a las 4,30 p.m.
El desfase
de horas que se aprecia entre las 12 de Italia y las 4 de Colombia, se debe a
las diferencias de la hora internacional por el meridiano de Greenwich.
Pero cosa
curiosa, los periodistas que con Él venían, no pudieron cubrir el
acontecimiento de la llegada, porque a todos los tenían en un bus en el aeropuerto
de Catam y solo empezaron su labor cuando el Papa estaba llegando al lugar en
donde esta la Nunciatura Apostólica.
Las calles
del desfile Papal, estaban atestadas de feligreses, que querían ver pasar a su
Pastor en el Papa móvil que le habían ensamblado en Colombia.
El mapa de este primer día de visita del Papa,
es este:
El primer
movimiento del día 6 de Septiembre, fue trasladarse a la Nunciatura Apostólica,
situada en el sector de Teusaquillo, en donde pasó la noche.
El día 7 de
Septiembre, en las horas de la mañana, estuvo en la casa de Nariño, con el
Presidente Santos, y el primer saludo a los colombianos, lo hizo desde la plaza
de armas de la casa de Nariño.
Estas fueron
las palabras conque el Papa saludo a los colombianos:
Las palabras del Papa Francisco en el Palacio de Nariño, dicen mucho
para los colombianos:
“Señor Presidente.
Miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático.
Distinguidas autoridades.
Representantes de la sociedad civil.
Señoras y señores.
Saludo cordialmente al Señor Presidente de Colombia, Doctor Juan Manuel Santos, y le agradezco su amable invitación a visitar esta Nación en un momento particularmente importante de su historia; saludo a los miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático. Y, en ustedes, representantes de la sociedad civil, quiero saludar afectuosamente a todo el pueblo colombiano, en estos primeros instantes de mi Viaje Apostólico.Vengo a Colombia siguiendo la huella de mis predecesores, el beato Pablo VI y san Juan Pablo II y, como a ellos, me mueve el deseo de compartir con mis hermanos colombianos el don de la fe, que tan fuertemente arraigó en estas tierras, y la esperanza que palpita en el corazón de todos. Sólo así, con fe y esperanza, se pueden superar las numerosas dificultades del camino y construir un país que sea patria y casa para todos los colombianos.
Colombia es una nación bendecida de muchísimas maneras; la naturaleza pródiga no sólo permite la admiración por su belleza, sino que también invita a un cuidadoso respeto por su biodiversidad. Colombia es el segundo país del mundo en biodiversidad y, al recorrerlo, se puede gustar y ver qué bueno ha sido el Señor (cf. Sal 33,9) al regalarles tan inmensa variedad de flora y fauna en sus selvas lluviosas, en sus páramos, en el Choco´, los farallones de Cali o las sierras como las de la Macarena y tantos otros lugares. Igual de exuberante es su cultura; y lo más importante, Colombia es rica por la calidad humana de sus gentes, hombres y mujeres de espíritu acogedor y bondadoso; personas con tesón y valentía para sobreponerse a los obstáculos.
Este encuentro me ofrece la oportunidad para expresar el aprecio por los esfuerzos que se hacen, a lo largo de las últimas décadas, para poner fin a la violencia armada y encontrar caminos de reconciliación. En el último año ciertamente se ha avanzado de modo particular; los pasos dados hacen crecer la esperanza, en la convicción de que la búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo.
Distinguidas autoridades.
Representantes de la sociedad civil.
Señoras y señores.
Saludo cordialmente al Señor Presidente de Colombia, Doctor Juan Manuel Santos, y le agradezco su amable invitación a visitar esta Nación en un momento particularmente importante de su historia; saludo a los miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático. Y, en ustedes, representantes de la sociedad civil, quiero saludar afectuosamente a todo el pueblo colombiano, en estos primeros instantes de mi Viaje Apostólico.Vengo a Colombia siguiendo la huella de mis predecesores, el beato Pablo VI y san Juan Pablo II y, como a ellos, me mueve el deseo de compartir con mis hermanos colombianos el don de la fe, que tan fuertemente arraigó en estas tierras, y la esperanza que palpita en el corazón de todos. Sólo así, con fe y esperanza, se pueden superar las numerosas dificultades del camino y construir un país que sea patria y casa para todos los colombianos.
Colombia es una nación bendecida de muchísimas maneras; la naturaleza pródiga no sólo permite la admiración por su belleza, sino que también invita a un cuidadoso respeto por su biodiversidad. Colombia es el segundo país del mundo en biodiversidad y, al recorrerlo, se puede gustar y ver qué bueno ha sido el Señor (cf. Sal 33,9) al regalarles tan inmensa variedad de flora y fauna en sus selvas lluviosas, en sus páramos, en el Choco´, los farallones de Cali o las sierras como las de la Macarena y tantos otros lugares. Igual de exuberante es su cultura; y lo más importante, Colombia es rica por la calidad humana de sus gentes, hombres y mujeres de espíritu acogedor y bondadoso; personas con tesón y valentía para sobreponerse a los obstáculos.
Este encuentro me ofrece la oportunidad para expresar el aprecio por los esfuerzos que se hacen, a lo largo de las últimas décadas, para poner fin a la violencia armada y encontrar caminos de reconciliación. En el último año ciertamente se ha avanzado de modo particular; los pasos dados hacen crecer la esperanza, en la convicción de que la búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo.
Cuanto más difícil es el
camino que conduce a la paz y al entendimiento, más empeño hemos de poner en
reconocer al otro, en sanar las heridas y construir puentes, en estrechar lazos
y ayudarnos mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
El lema de este país dice: «Libertad y Orden». En estas dos palabras se encierra toda una enseñanza. Los ciudadanos deben ser valorados en su libertad y protegidos por un orden estable. No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica. Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta nación por décadas; leyes que no nacen de la exigencia pragmática de ordenar la sociedad sino del deseo de resolver las causas estructurales de la pobreza que generan exclusión y violencia. Sólo así se sana de una enfermedad que vuelve frágil e indigna a la sociedad y la deja siempre a las puertas de nuevas crisis. No olvidemos que la inequidad es la raíz de los males sociales (cf. ibíd., 202).
En esta perspectiva, los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad, aquellos que no cuentan para la mayoría y son postergados y arrinconados. Todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de «pura sangre», sino con todos. Y aquí radica la grandeza y belleza de un país, en que todos tienen cabida y todos son importantes. En la diversidad está la riqueza. Pienso en aquel primer viaje de San Pedro Claver desde Cartagena hasta Bogotá surcando el Magdalena: su asombro es el nuestro. Ayer y hoy, posamos la mirada en las diversas etnias y los habitantes de las zonas más lejanas, los campesinos. La detenemos en los más débiles, en los que son explotados y maltratados, aquellos que no tienen voz porque se les ha privado de ella o no se les ha dado, o no se les reconoce. También detenemos la mirada en la mujer, su aporte, su talento, su ser «madre» en las múltiples tareas. Colombia necesita la participación de todos para abrirse al futuro con esperanza.La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la paz, la justicia y el bien de todos. Es consciente de que los principios evangélicos constituyen una dimensión significativa del tejido social colombiano, y por eso pueden aportar mucho al crecimiento del país; en especial, el respeto sagrado a la vida humana, sobre todo la más débil e indefensa, es una piedra angular en la construcción de una sociedad libre de violencia. Además, no podemos dejar de destacar la importancia social de la familia, soñada por Dios como el fruto del amor de los esposos, «lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros» (ibíd., 66). Y, por favor, les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos se aprenden verdaderas lecciones de vida, de humanidad, de dignidad. Porque ellos, que entre cadenas gimen, sí que comprenden las palabras del que murió en la cruz —como dice la letra de vuestro himno nacional—.
Señoras y señores, tienen delante de sí una hermosa y noble misión, que es al mismo tiempo una difícil tarea. Resuena en el corazón de cada colombiano el aliento del gran compatriota Gabriel García Márquez: «Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera». Es posible entonces, continúa el escritor, «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra» (Discurso de aceptación del premio Nobel, 1982).Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza... La soledad de estar siempre enfrentados ya se cuenta por décadas y huele a cien años; no queremos que cualquier tipo de violencia restrinja o anule ni una vida más. Y quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso; este viaje quiere ser un aliciente para ustedes, un aporte que en algo allane el camino hacia la reconciliación y la paz.Están presentes en mis oraciones. Rezo por ustedes, por el presente y por el futuro de Colombia.
El lema de este país dice: «Libertad y Orden». En estas dos palabras se encierra toda una enseñanza. Los ciudadanos deben ser valorados en su libertad y protegidos por un orden estable. No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica. Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta nación por décadas; leyes que no nacen de la exigencia pragmática de ordenar la sociedad sino del deseo de resolver las causas estructurales de la pobreza que generan exclusión y violencia. Sólo así se sana de una enfermedad que vuelve frágil e indigna a la sociedad y la deja siempre a las puertas de nuevas crisis. No olvidemos que la inequidad es la raíz de los males sociales (cf. ibíd., 202).
En esta perspectiva, los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad, aquellos que no cuentan para la mayoría y son postergados y arrinconados. Todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de «pura sangre», sino con todos. Y aquí radica la grandeza y belleza de un país, en que todos tienen cabida y todos son importantes. En la diversidad está la riqueza. Pienso en aquel primer viaje de San Pedro Claver desde Cartagena hasta Bogotá surcando el Magdalena: su asombro es el nuestro. Ayer y hoy, posamos la mirada en las diversas etnias y los habitantes de las zonas más lejanas, los campesinos. La detenemos en los más débiles, en los que son explotados y maltratados, aquellos que no tienen voz porque se les ha privado de ella o no se les ha dado, o no se les reconoce. También detenemos la mirada en la mujer, su aporte, su talento, su ser «madre» en las múltiples tareas. Colombia necesita la participación de todos para abrirse al futuro con esperanza.La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la paz, la justicia y el bien de todos. Es consciente de que los principios evangélicos constituyen una dimensión significativa del tejido social colombiano, y por eso pueden aportar mucho al crecimiento del país; en especial, el respeto sagrado a la vida humana, sobre todo la más débil e indefensa, es una piedra angular en la construcción de una sociedad libre de violencia. Además, no podemos dejar de destacar la importancia social de la familia, soñada por Dios como el fruto del amor de los esposos, «lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros» (ibíd., 66). Y, por favor, les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos se aprenden verdaderas lecciones de vida, de humanidad, de dignidad. Porque ellos, que entre cadenas gimen, sí que comprenden las palabras del que murió en la cruz —como dice la letra de vuestro himno nacional—.
Señoras y señores, tienen delante de sí una hermosa y noble misión, que es al mismo tiempo una difícil tarea. Resuena en el corazón de cada colombiano el aliento del gran compatriota Gabriel García Márquez: «Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera». Es posible entonces, continúa el escritor, «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra» (Discurso de aceptación del premio Nobel, 1982).Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza... La soledad de estar siempre enfrentados ya se cuenta por décadas y huele a cien años; no queremos que cualquier tipo de violencia restrinja o anule ni una vida más. Y quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso; este viaje quiere ser un aliciente para ustedes, un aporte que en algo allane el camino hacia la reconciliación y la paz.Están presentes en mis oraciones. Rezo por ustedes, por el presente y por el futuro de Colombia.
Después de
una corta reunión con el presidente Santos, se dirigió al Palacio Cardenalicio,
para bendecir a los feligreses colombianos; y luego se trasladó, en el papa
móvil, hasta la plaza de Bolívar, para ingresar en la Catedral Primada; en las
escalinatas de la Catedral, lo espera el Alcalde Peñalosa, para entregarle las
llaves de la ciudad; seguidamente entró a la Catedral, en donde lo esperaban
unos 2.000 invitados y allí se dirigió al lugar en donde estaba Nuestra Señora
de Chiquinquirá, que fue traslada hace ocho días, para que el Papa la pueda
venerar, como Patrona de Colombia; acto seguido, pasó a un costado de la
Catedral, en la capilla del Santísimo Sacramento, para conversar con el dueño
de casa y con los altos dignatarios de la Iglesia Católica en Colombia; luego
ingresó al Palacio Arzobispal, para dirigirse a todos los obispos y allí
pronuncio una frase muy célebre: "Ustedes no son políticos, son
pastores"; y terminó con unas palabras que resonarán por muchos
años en la Iglesia Católica y por esa razón me atrevo a publicarlas
textualmente:
“La paz esté con ustedes:
Así saludó el Resucitado a su pequeña grey después de haber vencido a la muerte, así consiéntanme que los salude al inicio de mi viaje.
Agradezco las palabras de bienvenida. Estoy contento porque los primeros pasos que doy en este País me llevan a encontrarlos a ustedes, obispos de Colombia, para abrazar en ustedes a toda la Iglesia colombiana y para estrechar a su gente en mi corazón de Sucesor de Pedro. Les agradezco muchísimo su ministerio episcopal, que les ruego continúen realizándolo con renovada generosidad. Un saludo particular dirijo a los obispos eméritos, animándolos a seguir sosteniendo, con la oración y con la presencia discreta, a la Esposa de Cristo por la cual se han entregado generosamente.
Vengo para anunciar a Cristo y para cumplir en su nombre un itinerario de paz y reconciliación. ¡Cristo es nuestra paz! ¡Él nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros!
Estoy convencido de que Colombia tiene algo de original que llama fuertemente la atención: no ha sido nunca una meta completamente realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un tesoro totalmente poseído. Su riqueza humana, sus vigorosos recursos naturales, su cultura, su luminosa síntesis cristiana, el patrimonio de su fe y la memoria de sus evangelizadores, la alegría gratuita e incondicional de su gente, la impagable sonrisa de su juventud, su original fidelidad al Evangelio de Cristo y a su Iglesia y, sobre todo, su indomable coraje de resistir a la muerte, no sólo anunciada sino muchas veces sembrada: todo esto se sustrae, digamos se esconde, a aquellos que se presentan como forasteros hambrientos de adueñársela y, en cambio, se brinda generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del peregrino. Así es Colombia.
Por esto, como peregrino, me dirijo a su Iglesia. De ustedes soy hermano, deseoso de compartir a Cristo Resucitado para quien ningún muro es perenne, ningún miedo es indestructible, ninguna plaga es incurable.
No soy el primer Papa que les habla en su casa. Dos de mis más grandes Predecesores han sido huéspedes aquí: el beato Pablo VI, que vino apenas concluyó el Concilio Vaticano II para animar la realización colegial del misterio de la Iglesia en América Latina; y san Juan Pablo II en su memorable visita apostólica de 1986. Las palabras de ambos son un recurso permanente, las indicaciones que delinearon y la maravillosa síntesis que ofrecieron sobre nuestro ministerio episcopal constituyen un patrimonio para custodiar. Quisiera que cuanto les diga sea recibido en continuidad con lo que ellos han enseñado.
Así saludó el Resucitado a su pequeña grey después de haber vencido a la muerte, así consiéntanme que los salude al inicio de mi viaje.
Agradezco las palabras de bienvenida. Estoy contento porque los primeros pasos que doy en este País me llevan a encontrarlos a ustedes, obispos de Colombia, para abrazar en ustedes a toda la Iglesia colombiana y para estrechar a su gente en mi corazón de Sucesor de Pedro. Les agradezco muchísimo su ministerio episcopal, que les ruego continúen realizándolo con renovada generosidad. Un saludo particular dirijo a los obispos eméritos, animándolos a seguir sosteniendo, con la oración y con la presencia discreta, a la Esposa de Cristo por la cual se han entregado generosamente.
Vengo para anunciar a Cristo y para cumplir en su nombre un itinerario de paz y reconciliación. ¡Cristo es nuestra paz! ¡Él nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros!
Estoy convencido de que Colombia tiene algo de original que llama fuertemente la atención: no ha sido nunca una meta completamente realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un tesoro totalmente poseído. Su riqueza humana, sus vigorosos recursos naturales, su cultura, su luminosa síntesis cristiana, el patrimonio de su fe y la memoria de sus evangelizadores, la alegría gratuita e incondicional de su gente, la impagable sonrisa de su juventud, su original fidelidad al Evangelio de Cristo y a su Iglesia y, sobre todo, su indomable coraje de resistir a la muerte, no sólo anunciada sino muchas veces sembrada: todo esto se sustrae, digamos se esconde, a aquellos que se presentan como forasteros hambrientos de adueñársela y, en cambio, se brinda generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del peregrino. Así es Colombia.
Por esto, como peregrino, me dirijo a su Iglesia. De ustedes soy hermano, deseoso de compartir a Cristo Resucitado para quien ningún muro es perenne, ningún miedo es indestructible, ninguna plaga es incurable.
No soy el primer Papa que les habla en su casa. Dos de mis más grandes Predecesores han sido huéspedes aquí: el beato Pablo VI, que vino apenas concluyó el Concilio Vaticano II para animar la realización colegial del misterio de la Iglesia en América Latina; y san Juan Pablo II en su memorable visita apostólica de 1986. Las palabras de ambos son un recurso permanente, las indicaciones que delinearon y la maravillosa síntesis que ofrecieron sobre nuestro ministerio episcopal constituyen un patrimonio para custodiar. Quisiera que cuanto les diga sea recibido en continuidad con lo que ellos han enseñado.
Custodios y sacramento del primer paso.
«Dar el primer paso» es el lema de mi visita y también para ustedes este es mi primer mensaje. Bien saben que Dios es el Señor del primer paso. Él siempre nos premiará. Toda la Sagrada Escritura habla de Dios como exiliado de sí mismo por amor. Ha sido así cuando sólo había tinieblas, caos y, saliendo de sí, Él hizo que todo viniese a ser (cf. Gn 1.2,4); ha sido así cuando en el jardín de los orígenes Él se paseaba, dándose cuenta de la desnudez de su creatura (cf. Gn 3,8-9); ha sido así cuando, peregrino, Él se alojó en la tienda de Abraham, dejándole la promesa de una inesperada fecundidad (cf. Gn 18,1-10); ha sido así cuando se presentó a Moisés encantándolo, cuando ya no tenía otro horizonte que pastorear las ovejas de su suegro (cf. Ex, 3,1-2); ha sido así cuando no quitó de su mirada a su amada Jerusalén, aun cuando se prostituía en la vereda de la infidelidad (cf. Ez 16,15); ha sido así cuando migró con su gloria hacia su pueblo exiliado en la esclavitud (cf. Ez 10,18-19).
Y, en la plenitud del tiempo, quiso revelar el verdadero nombre del primer paso, de su primer paso. Se llama Jesús y es un paso irreversible. Proviene de la libertad de un amor que todo lo precede. Porque el Hijo, Él mismo, es la expresión viva de dicho amor. Aquellos que lo reconocen y lo acogen reciben en herencia el don de ser introducidos en la libertad de poder cumplir siempre en Él ese primer paso, no tienen miedo de perderse si salen de sí mismos, porque llevan la fianza del amor emanado del primer paso de Dios, una brújula que no les consiente perderse.
Cuiden pues, con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes y, con su ministerio, hacia la gente que les ha sido confiada, en la conciencia de ser sacramento viviente de esa libertad divina que no tiene miedo de salir de sí misma por amor, que no teme empobrecerse mientras se entrega, que no tiene necesidad de otra fuerza que el amor.
Dios nos precede, somos sarmientos y no la vid. Por tanto, no enmudezcan la voz de Aquél que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la suma de sus pobres virtudes o los halagos de los poderosos de turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios. Al contrario, mendiguen en la oración cuando no puedan dar ni darse, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores. La oración en la vida del obispo es la savia vital que pasa por la vid, sin la cual el sarmiento se marchita volviéndose infecundo. Por tanto, luchen con Dios, y más todavía en la noche de su ausencia, hasta que Él no los bendiga (cf. Gn 32,25-27). Las heridas de esa cotidiana y prioritaria batalla en la oración serán fuente de curación para ustedes; serán heridos por Dios para hacerse capaces de curar.
«Dar el primer paso» es el lema de mi visita y también para ustedes este es mi primer mensaje. Bien saben que Dios es el Señor del primer paso. Él siempre nos premiará. Toda la Sagrada Escritura habla de Dios como exiliado de sí mismo por amor. Ha sido así cuando sólo había tinieblas, caos y, saliendo de sí, Él hizo que todo viniese a ser (cf. Gn 1.2,4); ha sido así cuando en el jardín de los orígenes Él se paseaba, dándose cuenta de la desnudez de su creatura (cf. Gn 3,8-9); ha sido así cuando, peregrino, Él se alojó en la tienda de Abraham, dejándole la promesa de una inesperada fecundidad (cf. Gn 18,1-10); ha sido así cuando se presentó a Moisés encantándolo, cuando ya no tenía otro horizonte que pastorear las ovejas de su suegro (cf. Ex, 3,1-2); ha sido así cuando no quitó de su mirada a su amada Jerusalén, aun cuando se prostituía en la vereda de la infidelidad (cf. Ez 16,15); ha sido así cuando migró con su gloria hacia su pueblo exiliado en la esclavitud (cf. Ez 10,18-19).
Y, en la plenitud del tiempo, quiso revelar el verdadero nombre del primer paso, de su primer paso. Se llama Jesús y es un paso irreversible. Proviene de la libertad de un amor que todo lo precede. Porque el Hijo, Él mismo, es la expresión viva de dicho amor. Aquellos que lo reconocen y lo acogen reciben en herencia el don de ser introducidos en la libertad de poder cumplir siempre en Él ese primer paso, no tienen miedo de perderse si salen de sí mismos, porque llevan la fianza del amor emanado del primer paso de Dios, una brújula que no les consiente perderse.
Cuiden pues, con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes y, con su ministerio, hacia la gente que les ha sido confiada, en la conciencia de ser sacramento viviente de esa libertad divina que no tiene miedo de salir de sí misma por amor, que no teme empobrecerse mientras se entrega, que no tiene necesidad de otra fuerza que el amor.
Dios nos precede, somos sarmientos y no la vid. Por tanto, no enmudezcan la voz de Aquél que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la suma de sus pobres virtudes o los halagos de los poderosos de turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios. Al contrario, mendiguen en la oración cuando no puedan dar ni darse, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores. La oración en la vida del obispo es la savia vital que pasa por la vid, sin la cual el sarmiento se marchita volviéndose infecundo. Por tanto, luchen con Dios, y más todavía en la noche de su ausencia, hasta que Él no los bendiga (cf. Gn 32,25-27). Las heridas de esa cotidiana y prioritaria batalla en la oración serán fuente de curación para ustedes; serán heridos por Dios para hacerse capaces de curar.
Hacer visible su identidad de sacramento del primer paso de Dios .
De hecho, hacer tangible la identidad de sacramento del primer paso de Dios exigirá un continuo éxodo interior. «No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor» (San Agustín, De catechizandis rudibus, liber I, 4.7, 26: PL 40), y, por tanto, ningún ámbito de la misión episcopal puede prescindir de esta libertad de cumplir el primer paso. La condición de posibilidad para el ejercicio del ministerio apostólico es la disposición a acercarse a Jesús dejando atrás «lo que fuimos, para que seamos lo que no éramos» (Id., Enarr. in psal., 121,12: PL 36).
Les recomiendo vigilar no sólo individualmente sino colegialmente, dóciles al Espíritu Santo, sobre este permanente punto de partida. Sin este núcleo languidecen los rasgos del Maestro en el rostro de los discípulos, la misión se atasca y disminuye la conversión pastoral, que no es otra cosa que rescatar aquella urgencia de anunciar el Evangelio de la alegría hoy, mañana y pasado mañana (cf. Lc 13,33), premura que devoró el Corazón de Jesús dejándolo sin nido ni resguardo, reclinado solamente en el cumplimiento hasta el final de la voluntad del Padre (cf. Lc 9,58.62). ¿Qué otro futuro podemos perseguir? ¿A qué otra dignidad podemos aspirar?
No se midan con el metro de aquellos que quisieran que fueran sólo una casta de funcionarios plegados a la dictadura del presente. Tengan, en cambio, siempre fija la mirada en la eternidad de Aquél que los ha elegido, prontos a acoger el juicio decisivo de sus labios.
En la complejidad del rostro de esta Iglesia colombiana, es muy importante preservar la singularidad de sus diversas y legítimas fuerzas, las sensibilidades pastorales, las peculiaridades regionales, las memorias históricas, las riquezas de las propias experiencias eclesiales. Pentecostés consiente que todos escuchen en la propia lengua. Por ello, busquen con perseverancia la comunión entre ustedes. No se cansen de construirla a través del diálogo franco y fraterno, condenando como peste las agendas encubiertas. Sean premurosos en cumplir el primer paso, del uno para con el otro. Anticípense en la disposición de comprender las razones del otro. Déjense enriquecer de lo que el otro les puede ofrecer y construyan una Iglesia que ofrezca a este País un testimonio elocuente de cuánto se puede progresar cuando se está dispuesto a no quedarse en las manos de unos pocos. El rol de las Provincias Eclesiásticas en relación al mismo mensaje evangelizador es fundamental, porque son diversas y armonizadas las voces que lo proclaman. Por esto, no se contenten con un mediocre compromiso mínimo que deje a los resignados en la tranquila quietud de la propia impotencia, a la vez que domestica aquellas esperanzas que exigirían el coraje de ser encauzadas más sobre la fuerza de Dios que sobre la propia debilidad.
Reserven una particular sensibilidad hacia las raíces afro-colombianas de su gente, que tan generosamente han contribuido a plasmar el rostro de esta tierra.
De hecho, hacer tangible la identidad de sacramento del primer paso de Dios exigirá un continuo éxodo interior. «No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor» (San Agustín, De catechizandis rudibus, liber I, 4.7, 26: PL 40), y, por tanto, ningún ámbito de la misión episcopal puede prescindir de esta libertad de cumplir el primer paso. La condición de posibilidad para el ejercicio del ministerio apostólico es la disposición a acercarse a Jesús dejando atrás «lo que fuimos, para que seamos lo que no éramos» (Id., Enarr. in psal., 121,12: PL 36).
Les recomiendo vigilar no sólo individualmente sino colegialmente, dóciles al Espíritu Santo, sobre este permanente punto de partida. Sin este núcleo languidecen los rasgos del Maestro en el rostro de los discípulos, la misión se atasca y disminuye la conversión pastoral, que no es otra cosa que rescatar aquella urgencia de anunciar el Evangelio de la alegría hoy, mañana y pasado mañana (cf. Lc 13,33), premura que devoró el Corazón de Jesús dejándolo sin nido ni resguardo, reclinado solamente en el cumplimiento hasta el final de la voluntad del Padre (cf. Lc 9,58.62). ¿Qué otro futuro podemos perseguir? ¿A qué otra dignidad podemos aspirar?
No se midan con el metro de aquellos que quisieran que fueran sólo una casta de funcionarios plegados a la dictadura del presente. Tengan, en cambio, siempre fija la mirada en la eternidad de Aquél que los ha elegido, prontos a acoger el juicio decisivo de sus labios.
En la complejidad del rostro de esta Iglesia colombiana, es muy importante preservar la singularidad de sus diversas y legítimas fuerzas, las sensibilidades pastorales, las peculiaridades regionales, las memorias históricas, las riquezas de las propias experiencias eclesiales. Pentecostés consiente que todos escuchen en la propia lengua. Por ello, busquen con perseverancia la comunión entre ustedes. No se cansen de construirla a través del diálogo franco y fraterno, condenando como peste las agendas encubiertas. Sean premurosos en cumplir el primer paso, del uno para con el otro. Anticípense en la disposición de comprender las razones del otro. Déjense enriquecer de lo que el otro les puede ofrecer y construyan una Iglesia que ofrezca a este País un testimonio elocuente de cuánto se puede progresar cuando se está dispuesto a no quedarse en las manos de unos pocos. El rol de las Provincias Eclesiásticas en relación al mismo mensaje evangelizador es fundamental, porque son diversas y armonizadas las voces que lo proclaman. Por esto, no se contenten con un mediocre compromiso mínimo que deje a los resignados en la tranquila quietud de la propia impotencia, a la vez que domestica aquellas esperanzas que exigirían el coraje de ser encauzadas más sobre la fuerza de Dios que sobre la propia debilidad.
Reserven una particular sensibilidad hacia las raíces afro-colombianas de su gente, que tan generosamente han contribuido a plasmar el rostro de esta tierra.
Tocar la carne del cuerpo de Cristo.
Los invito a no tener miedo de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente. Háganlo con humildad, sin la vana pretensión de protagonismo, y con el corazón indiviso, libre de compromisos o servilismos. Sólo Dios es Señor y a ninguna otra causa se debe someter nuestra alma de pastores.
Colombia tiene necesidad de su mirada propia de obispos, para sostenerla en el coraje del primer paso hacia la paz definitiva, la reconciliación, hacia la abdicación de la violencia como método, la superación de las desigualdades que son la raíz de tantos sufrimientos, la renuncia al camino fácil pero sin salida de la corrupción, la paciente y perseverante consolidación de la «res publica» que requiere la superación de la miseria y de la desigualdad.
Se trata de una tarea ardua pero irrenunciable, los caminos son empinados y las soluciones no son obvias. Desde lo alto de Dios, que es la cruz de su Hijo, obtendrán la fuerza; con la lucecita humilde de los ojos del Resucitado recorrerán el camino; escuchando la voz del Esposo que susurra en el corazón, recibirán los criterios para discernir de nuevo, en cada incertidumbre, la justa dirección.
Uno de sus ilustres literatos escribió hablando de uno de sus míticos personajes: «No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 9). Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay de más bajo en nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos. En seguida, el escritor añadía: «No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo» (ibíd., cap. 15). No es necesario que les hable de ese miedo, raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda. Quiero animarlos a seguir creyendo que se puede hacer de otra manera, recordando que no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; el mismo Espíritu atestigua que son hijos destinados a la libertad de la gloria a ellos reservada (cf. Rm 8,15-16).
Ustedes ven con los propios ojos y conocen como pocos la deformación del rostro de este País, son custodios de las piezas fundamentales que lo hacen uno, no obstante sus laceraciones. Precisamente por esto, Colombia tiene necesidad de ustedes para reconocerse en su verdadero rostro cargado de esperanza a pesar de sus imperfecciones, para perdonarse recíprocamente no obstante las heridas no del todo cicatrizadas, para creer que se puede hacer otro camino aun cuando la inercia empuja a repetir los mismos errores, para tener el coraje de superar cuanto la puede volver miserable a pesar de sus tesoros.
Los animo, pues, a no cansarse de hacer de sus Iglesias un vientre de luz, capaz de generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita. Hospédense en la humildad de su gente para darse cuenta de sus secretos recursos humanos y de fe, escuchen cuánto su despojada humanidad brama por la dignidad que solamente el Resucitado puede conferir. No tengan miedo de migrar de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, que es el hombre viviente.
Los invito a no tener miedo de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente. Háganlo con humildad, sin la vana pretensión de protagonismo, y con el corazón indiviso, libre de compromisos o servilismos. Sólo Dios es Señor y a ninguna otra causa se debe someter nuestra alma de pastores.
Colombia tiene necesidad de su mirada propia de obispos, para sostenerla en el coraje del primer paso hacia la paz definitiva, la reconciliación, hacia la abdicación de la violencia como método, la superación de las desigualdades que son la raíz de tantos sufrimientos, la renuncia al camino fácil pero sin salida de la corrupción, la paciente y perseverante consolidación de la «res publica» que requiere la superación de la miseria y de la desigualdad.
Se trata de una tarea ardua pero irrenunciable, los caminos son empinados y las soluciones no son obvias. Desde lo alto de Dios, que es la cruz de su Hijo, obtendrán la fuerza; con la lucecita humilde de los ojos del Resucitado recorrerán el camino; escuchando la voz del Esposo que susurra en el corazón, recibirán los criterios para discernir de nuevo, en cada incertidumbre, la justa dirección.
Uno de sus ilustres literatos escribió hablando de uno de sus míticos personajes: «No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 9). Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay de más bajo en nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos. En seguida, el escritor añadía: «No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo» (ibíd., cap. 15). No es necesario que les hable de ese miedo, raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda. Quiero animarlos a seguir creyendo que se puede hacer de otra manera, recordando que no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; el mismo Espíritu atestigua que son hijos destinados a la libertad de la gloria a ellos reservada (cf. Rm 8,15-16).
Ustedes ven con los propios ojos y conocen como pocos la deformación del rostro de este País, son custodios de las piezas fundamentales que lo hacen uno, no obstante sus laceraciones. Precisamente por esto, Colombia tiene necesidad de ustedes para reconocerse en su verdadero rostro cargado de esperanza a pesar de sus imperfecciones, para perdonarse recíprocamente no obstante las heridas no del todo cicatrizadas, para creer que se puede hacer otro camino aun cuando la inercia empuja a repetir los mismos errores, para tener el coraje de superar cuanto la puede volver miserable a pesar de sus tesoros.
Los animo, pues, a no cansarse de hacer de sus Iglesias un vientre de luz, capaz de generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita. Hospédense en la humildad de su gente para darse cuenta de sus secretos recursos humanos y de fe, escuchen cuánto su despojada humanidad brama por la dignidad que solamente el Resucitado puede conferir. No tengan miedo de migrar de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, que es el hombre viviente.
La palabra de la reconciliación.
Muchos pueden contribuir al desafío de esta Nación, pero la misión de ustedes es singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores. Cristo es la palabra de reconciliación escrita en sus corazones y tienen la fuerza de poder pronunciarla no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencias, en el calor esperanzado que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). Ustedes deben pronunciarla con el frágil, humilde, pero invencible recurso de la misericordia de Dios, la única capaz de derrotar la cínica soberbia de los corazones autorreferenciales.
A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos. Precisamente allí tienen la autonomía para inquietar, allí tienen la posibilidad de sostener un cambio de ruta.
El corazón humano, muchas veces engañado, concibe el insensato proyecto de hacer de la vida un continuo aumento de espacios para depositar lo que acumula. Precisamente aquí es necesario que resuene la pregunta: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si queda el vacío en el alma? (cf. Mt 16,26).
De sus labios de legítimos pastores de Cristo, tal cual ustedes son, Colombia tiene el derecho de ser interpelada por la verdad de Dios, que repite continuamente: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Es un interrogatorio que no puede ser silenciado, aun cuando quien lo escucha no puede más que abajar la mirada, confundido, y balbucir la propia vergüenza por haberlo vendido, quizás, al precio de alguna dosis de estupefaciente o alguna equívoca concepción de razón de Estado, tal vez por la falsa conciencia de que el fin justifica los medios.
Les ruego tener siempre fija la mirada sobre el hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).
Muchos pueden contribuir al desafío de esta Nación, pero la misión de ustedes es singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores. Cristo es la palabra de reconciliación escrita en sus corazones y tienen la fuerza de poder pronunciarla no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencias, en el calor esperanzado que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). Ustedes deben pronunciarla con el frágil, humilde, pero invencible recurso de la misericordia de Dios, la única capaz de derrotar la cínica soberbia de los corazones autorreferenciales.
A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos. Precisamente allí tienen la autonomía para inquietar, allí tienen la posibilidad de sostener un cambio de ruta.
El corazón humano, muchas veces engañado, concibe el insensato proyecto de hacer de la vida un continuo aumento de espacios para depositar lo que acumula. Precisamente aquí es necesario que resuene la pregunta: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si queda el vacío en el alma? (cf. Mt 16,26).
De sus labios de legítimos pastores de Cristo, tal cual ustedes son, Colombia tiene el derecho de ser interpelada por la verdad de Dios, que repite continuamente: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Es un interrogatorio que no puede ser silenciado, aun cuando quien lo escucha no puede más que abajar la mirada, confundido, y balbucir la propia vergüenza por haberlo vendido, quizás, al precio de alguna dosis de estupefaciente o alguna equívoca concepción de razón de Estado, tal vez por la falsa conciencia de que el fin justifica los medios.
Les ruego tener siempre fija la mirada sobre el hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).
Una Iglesia en misión.
Teniendo en cuenta el generoso trabajo pastoral que ya desarrollan, permítanme ahora que les presente algunas inquietudes que llevo en mi corazón de pastor, deseoso de exhortarles a ser cada vez más una Iglesia en misión. Mis Predecesores ya han insistido sobre varios de estos desafíos: la familia y la vida, los jóvenes, los sacerdotes, las vocaciones, los laicos, la formación. Los decenios transcurridos, no obstante el ingente trabajo, quizás han vuelto aún más fatigosas las respuestas para hacer eficaz la maternidad de la Iglesia en el generar, alimentar y acompañar a sus hijos.
Pienso en las familias colombianas, en la defensa de la vida desde el vientre materno hasta su natural conclusión, en la plaga de la violencia y del alcoholismo, no raramente extendida en los hogares, en la fragilidad del vínculo matrimonial y la ausencia de los padres de familia con sus trágicas consecuencias de inseguridad y orfandad. Pienso en tantos jóvenes amenazados por el vacío del alma y arrastrados en la fuga de la droga, en el estilo de vida fácil, en la tentación subversiva. Pienso en los numerosos y generosos sacerdotes y en el desafío de sostenerlos en la fiel y cotidiana elección por Cristo y por la Iglesia, mientras algunos otros continúan propagando la cómoda neutralidad de aquellos que nada eligen para quedarse con la soledad de sí mismos. Pienso en los fieles laicos esparcidos en todas las Iglesias particulares, resistiendo fatigosamente para dejarse congregar por Dios que es comunión, aun cuando no pocos proclaman el nuevo dogma del egoísmo y de la muerte de toda solidaridad. Pienso en el inmenso esfuerzo de todos para profundizar la fe y hacerla luz viva para los corazones y lámpara para el primer paso.
No les traigo recetas ni intento dejarles una lista de tareas. Con todo quisiera rogarles que, al realizar en comunión su gravosa misión de pastores de Colombia, conserven la serenidad. Bien saben que en la noche el maligno continúa sembrando cizaña, pero tengan la paciencia del Señor del campo, confiándose en la buena calidad de sus granos. Aprendan de su longanimidad y magnanimidad. Sus tiempos son largos porque es inconmensurable su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente, turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la potencia escondida de su levadura. Orienten el corazón sobre la preciosa fascinación que atrae y hace vender todo con tal de poseer ese divino tesoro.
De hecho, ¿qué otra cosa más fuerte pueden ofrecer a la familia colombiana que la fuerza humilde del Evangelio del amor generoso que une al hombre y a la mujer, haciéndolos imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, transmisores y guardianes de la vida? Las familias tienen necesidad de saber que en Cristo pueden volverse árbol frondoso capaz de ofrecer sombra, dar fruto en todas las estaciones del año, anidar la vida en sus ramas. Son tantos hoy los que homenajean árboles sin sombra, infecundos, ramas privadas de nidos. Que para ustedes el punto de partida sea el testimonio alegre de que la felicidad está en otro lugar.
¿Qué cosa pueden ofrecer a sus jóvenes? Ellos aman sentirse amados, desconfían de quien los minusvalora, piden coherencia limpia y esperan ser involucrados. Recíbanlos, por tanto, con el corazón de Cristo y ábranles espacios en la vida de sus Iglesias. No participen en ninguna negociación que malvenda sus esperanzas. No tengan miedo de alzar serenamente la voz para recordar a todos que una sociedad que se deja seducir por el espejismo del narcotráfico se arrastra a sí misma en esa metástasis moral que mercantiliza el infierno y siembra por doquier la corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales.
¿Qué cosa pueden dar a sus sacerdotes? El primer don es aquel de su paternidad que asegure que la mano que los ha generado y ungido no se ha retirado de sus vidas. Vivimos en la era de la informática y no nos es difícil alcanzar a nuestros sacerdotes en tiempo real mediante algún programa de mensajes. Pero el corazón de un padre, de un obispo, no puede limitarse a la precaria, impersonal y externa comunicación con su presbiterio. No se puede apartar del corazón del obispo la inquietud sobre dónde viven sus sacerdotes. ¿Viven de verdad según Jesús? ¿O se han improvisado otras seguridades como la estabilidad económica, la ambigüedad moral, la doble vida o la ilusión miope de la carrera? Los sacerdotes precisan, con necesidad y urgencia vital, de la cercanía física y afectiva de su obispo. Requieren sentir que tienen padre.
Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones. Ellos deben dar de comer a la multitud y el alimento de Dios no es nunca una propiedad de la cual se puede disponer sin más. Al contrario, proviene solamente de la indigencia puesta en contacto con la bondad divina. Despedir a la muchedumbre y alimentarse de lo poco que uno puede indebidamente apropiarse es una tentación permanente (cf. Lc 9,13).
Vigilen por tanto sobre las raíces espirituales de sus sacerdotes. Condúzcanlos continuamente a aquella Cesárea de Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir de nuevo la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti? La razón del gradual deterioro que muchas veces lleva a la muerte del discípulo siempre está en un corazón que ya no puede responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mt 16,13-16). De aquí se debilita el coraje de la irreversibilidad del don de sí, y deriva también la desorientación interior, el cansancio de un corazón que ya no sabe acompañar al Señor en su camino hacia Jerusalén.
Cuiden especialmente el itinerario formativo de sus sacerdotes, desde el nacimiento de la llamada de Dios en sus corazones. La nueva Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, recientemente publicada, es un valioso recurso, aún por aplicar, para que la Iglesia colombiana esté a la altura del don de Dios que nunca ha dejado de llamar al sacerdocio a tantos de sus hijos.
No descuiden, por favor, la vida de los consagrados y consagradas. Ellos y ellas constituyen la bofetada kerigmática a toda mundanidad y son llamados a quemar cualquier resaca de valores mundanos en el fuego de las bienaventuranzas vividas sin glosa y en el total abajamiento de sí mismos en el servicio. No los consideren como «recursos de utilidad» para las obras apostólicas; más bien, sepan ver en ellos el grito del amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20).
Reserven la misma preocupación formativa a sus laicos, de los cuales depende no sólo la solidez de las comunidades de fe, sino gran parte de la presencia de la Iglesia en el ámbito de la cultura, de la política, de la economía. Formar en la Iglesia significa ponerse en contacto con la fe viviente de la Comunidad viva, introducirse en un patrimonio de experiencias y de respuestas que suscita el Espíritu Santo, porque Él es quien enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26).
Un pensamiento quisiera dirigir a los desafíos de la Iglesia en la Amazonia, región de la cual con razón están orgullosos, porque es parte esencial de la maravillosa biodiversidad de este País. La Amazonia es para todos nosotros una prueba decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo. Pienso, sobre todo, en la arcana sabiduría de los pueblos indígenas amazónicos y me pregunto si somos aún capaces de aprender de ellos la sacralidad de la vida, el respeto por la naturaleza, la conciencia de que no solamente la razón instrumental es suficiente para colmar la vida del hombre y responder a sus más inquietantes interrogantes.
Por esto los invito a no abandonar a sí misma la Iglesia en Amazonia. La consolidación de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas las diócesis colombianas y de su entero clero. He escuchado que en algunas lenguas nativas amazónicas para referirse a la palabra «amigo» se usa la expresión «mi otro brazo». Sean por lo tanto el otro brazo de la Amazonia. Colombia no la puede amputar sin ser mutilada en su rostro y en su alma.
Queridos hermanos:
Los invito ahora a dirigirnos espiritualmente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, cuya imagen han tenido la delicadeza de traer de su Santuario a la magnífica Catedral de esta ciudad para que también yo la pudiera contemplar.
Como bien saben, Colombia no puede darse a sí misma la verdadera Renovación a la que aspira, sino que ésta viene concedida desde lo alto. Supliquémosle al Señor, pues, por medio de la Virgen.
Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de este entero País y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía”.
Teniendo en cuenta el generoso trabajo pastoral que ya desarrollan, permítanme ahora que les presente algunas inquietudes que llevo en mi corazón de pastor, deseoso de exhortarles a ser cada vez más una Iglesia en misión. Mis Predecesores ya han insistido sobre varios de estos desafíos: la familia y la vida, los jóvenes, los sacerdotes, las vocaciones, los laicos, la formación. Los decenios transcurridos, no obstante el ingente trabajo, quizás han vuelto aún más fatigosas las respuestas para hacer eficaz la maternidad de la Iglesia en el generar, alimentar y acompañar a sus hijos.
Pienso en las familias colombianas, en la defensa de la vida desde el vientre materno hasta su natural conclusión, en la plaga de la violencia y del alcoholismo, no raramente extendida en los hogares, en la fragilidad del vínculo matrimonial y la ausencia de los padres de familia con sus trágicas consecuencias de inseguridad y orfandad. Pienso en tantos jóvenes amenazados por el vacío del alma y arrastrados en la fuga de la droga, en el estilo de vida fácil, en la tentación subversiva. Pienso en los numerosos y generosos sacerdotes y en el desafío de sostenerlos en la fiel y cotidiana elección por Cristo y por la Iglesia, mientras algunos otros continúan propagando la cómoda neutralidad de aquellos que nada eligen para quedarse con la soledad de sí mismos. Pienso en los fieles laicos esparcidos en todas las Iglesias particulares, resistiendo fatigosamente para dejarse congregar por Dios que es comunión, aun cuando no pocos proclaman el nuevo dogma del egoísmo y de la muerte de toda solidaridad. Pienso en el inmenso esfuerzo de todos para profundizar la fe y hacerla luz viva para los corazones y lámpara para el primer paso.
No les traigo recetas ni intento dejarles una lista de tareas. Con todo quisiera rogarles que, al realizar en comunión su gravosa misión de pastores de Colombia, conserven la serenidad. Bien saben que en la noche el maligno continúa sembrando cizaña, pero tengan la paciencia del Señor del campo, confiándose en la buena calidad de sus granos. Aprendan de su longanimidad y magnanimidad. Sus tiempos son largos porque es inconmensurable su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente, turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la potencia escondida de su levadura. Orienten el corazón sobre la preciosa fascinación que atrae y hace vender todo con tal de poseer ese divino tesoro.
De hecho, ¿qué otra cosa más fuerte pueden ofrecer a la familia colombiana que la fuerza humilde del Evangelio del amor generoso que une al hombre y a la mujer, haciéndolos imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, transmisores y guardianes de la vida? Las familias tienen necesidad de saber que en Cristo pueden volverse árbol frondoso capaz de ofrecer sombra, dar fruto en todas las estaciones del año, anidar la vida en sus ramas. Son tantos hoy los que homenajean árboles sin sombra, infecundos, ramas privadas de nidos. Que para ustedes el punto de partida sea el testimonio alegre de que la felicidad está en otro lugar.
¿Qué cosa pueden ofrecer a sus jóvenes? Ellos aman sentirse amados, desconfían de quien los minusvalora, piden coherencia limpia y esperan ser involucrados. Recíbanlos, por tanto, con el corazón de Cristo y ábranles espacios en la vida de sus Iglesias. No participen en ninguna negociación que malvenda sus esperanzas. No tengan miedo de alzar serenamente la voz para recordar a todos que una sociedad que se deja seducir por el espejismo del narcotráfico se arrastra a sí misma en esa metástasis moral que mercantiliza el infierno y siembra por doquier la corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales.
¿Qué cosa pueden dar a sus sacerdotes? El primer don es aquel de su paternidad que asegure que la mano que los ha generado y ungido no se ha retirado de sus vidas. Vivimos en la era de la informática y no nos es difícil alcanzar a nuestros sacerdotes en tiempo real mediante algún programa de mensajes. Pero el corazón de un padre, de un obispo, no puede limitarse a la precaria, impersonal y externa comunicación con su presbiterio. No se puede apartar del corazón del obispo la inquietud sobre dónde viven sus sacerdotes. ¿Viven de verdad según Jesús? ¿O se han improvisado otras seguridades como la estabilidad económica, la ambigüedad moral, la doble vida o la ilusión miope de la carrera? Los sacerdotes precisan, con necesidad y urgencia vital, de la cercanía física y afectiva de su obispo. Requieren sentir que tienen padre.
Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones. Ellos deben dar de comer a la multitud y el alimento de Dios no es nunca una propiedad de la cual se puede disponer sin más. Al contrario, proviene solamente de la indigencia puesta en contacto con la bondad divina. Despedir a la muchedumbre y alimentarse de lo poco que uno puede indebidamente apropiarse es una tentación permanente (cf. Lc 9,13).
Vigilen por tanto sobre las raíces espirituales de sus sacerdotes. Condúzcanlos continuamente a aquella Cesárea de Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir de nuevo la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti? La razón del gradual deterioro que muchas veces lleva a la muerte del discípulo siempre está en un corazón que ya no puede responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mt 16,13-16). De aquí se debilita el coraje de la irreversibilidad del don de sí, y deriva también la desorientación interior, el cansancio de un corazón que ya no sabe acompañar al Señor en su camino hacia Jerusalén.
Cuiden especialmente el itinerario formativo de sus sacerdotes, desde el nacimiento de la llamada de Dios en sus corazones. La nueva Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, recientemente publicada, es un valioso recurso, aún por aplicar, para que la Iglesia colombiana esté a la altura del don de Dios que nunca ha dejado de llamar al sacerdocio a tantos de sus hijos.
No descuiden, por favor, la vida de los consagrados y consagradas. Ellos y ellas constituyen la bofetada kerigmática a toda mundanidad y son llamados a quemar cualquier resaca de valores mundanos en el fuego de las bienaventuranzas vividas sin glosa y en el total abajamiento de sí mismos en el servicio. No los consideren como «recursos de utilidad» para las obras apostólicas; más bien, sepan ver en ellos el grito del amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20).
Reserven la misma preocupación formativa a sus laicos, de los cuales depende no sólo la solidez de las comunidades de fe, sino gran parte de la presencia de la Iglesia en el ámbito de la cultura, de la política, de la economía. Formar en la Iglesia significa ponerse en contacto con la fe viviente de la Comunidad viva, introducirse en un patrimonio de experiencias y de respuestas que suscita el Espíritu Santo, porque Él es quien enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26).
Un pensamiento quisiera dirigir a los desafíos de la Iglesia en la Amazonia, región de la cual con razón están orgullosos, porque es parte esencial de la maravillosa biodiversidad de este País. La Amazonia es para todos nosotros una prueba decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo. Pienso, sobre todo, en la arcana sabiduría de los pueblos indígenas amazónicos y me pregunto si somos aún capaces de aprender de ellos la sacralidad de la vida, el respeto por la naturaleza, la conciencia de que no solamente la razón instrumental es suficiente para colmar la vida del hombre y responder a sus más inquietantes interrogantes.
Por esto los invito a no abandonar a sí misma la Iglesia en Amazonia. La consolidación de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas las diócesis colombianas y de su entero clero. He escuchado que en algunas lenguas nativas amazónicas para referirse a la palabra «amigo» se usa la expresión «mi otro brazo». Sean por lo tanto el otro brazo de la Amazonia. Colombia no la puede amputar sin ser mutilada en su rostro y en su alma.
Queridos hermanos:
Los invito ahora a dirigirnos espiritualmente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, cuya imagen han tenido la delicadeza de traer de su Santuario a la magnífica Catedral de esta ciudad para que también yo la pudiera contemplar.
Como bien saben, Colombia no puede darse a sí misma la verdadera Renovación a la que aspira, sino que ésta viene concedida desde lo alto. Supliquémosle al Señor, pues, por medio de la Virgen.
Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de este entero País y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía”.
Por último,
salió al balcón del Palacio Arzobispal, para saludar y bendecir a un grupo de
jóvenes, que lo esperaba con ansiedad.
A los
políticos les hizo estas recomendaciones:
A
los políticos, leyes justas.
“Que este esfuerzo (de la paz) nos haga huir de
toda tentación de venganza y búsqueda de intereses solo particulares y a corto
plazo”.
“Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta Nación por décadas”.
“Los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad”.
“Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta Nación por décadas”.
“Los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad”.
En este Papa
móvil el Papa Francisco I, recorrió las calles colombianas, durante su visita
Apostólica de cinco especiales días de gracias divinas, para el pueblo
colombiano.
Al terminar
esta primera jornada, el Papa se dirigió a la Nunciatura, en donde almorzó y
descansó, para poder asistir a la Santa Misa, que celebró a las cuatro de la
tarde, en el parque Simón Bolívar.
Parque de
Bolívar saturado de feligreses, que acompañaron al Papa Francisco, en la
celebración de la Eucaristía.
Frases
célebres que pronunció el Papa Francisco I, en la ciudad de Bogotá:
- "La búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea
que no da tregua y que exige el compromiso de todos".
- "Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y
búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo".
- "No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es
aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica".
- "Los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son
excluidos y marginados por la sociedad... Todos somos necesarios para crear y
formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de 'pura sangre', sino con
todos".
- "Colombia necesita la participación de todos para abrirse al
futuro con esperanza".
- "Les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a
los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor
y sus manos suplicantes".
- "La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la
paz, la justicia y el bien de todos".
- "Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza..."
- "Quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que
somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso (hacia la Paz)".
En el ´tercer día de su visita, el Papa viajó a la ciudad de
Villavicencio, que coloquialmente llamamos: Villao.
La celebración especial de la
Catedral, para beatificar a dos Sacerdotes colombianos que murieron víctimas de
la persecución religiosa, será escuchada por 400.000 feligreses de muchos
lugares de Colombia.
El Papa y el Arzobispo Urbina,
conversan animadamente, antes de la celebración.
El Papa y el Arzobispo Urbina,
conversan animadamente, antes de la celebración.
En esta
Eucaristía, el Papa, proclamó Beatos a Monseñor Jesús Emilio Jaramillo Monsalve
y al Sacerdote Pedro María Ramírez Ramos.
Después de haber escuchado el parecer de la Congregación de
las Causas de los Santos, con Nuestra Autoridad Apostólica declaramos que los
Venerables Siervos de Dios Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, del Instituto de
Misiones Extranjeras de Yarumal, obispo de Arauca, y Pedro María Ramírez Ramos,
sacerdote diocesano, párroco de Armero, mártires, que, como pastores según el
corazón de Cristo y coherentes testigos del Evangelio, derramaron la sangre por
amor a la grey que les fue confiada", recitó así el papa Francisco,
la fórmula de la proclamación durante la misa.
Esta es la
homilía correspondiente a la Eucaristía de Beatificación de los dos mártires
colombianos:
“Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, es el nuevo amanecer que ha
anunciado la alegría a todo el mundo, porque de ti nació el sol de justicia,
Cristo, nuestro Dios! (cf. Antífona del Benedictus). La festividad del
nacimiento de María proyecta su luz sobre nosotros, así como se irradia la
mansa luz del amanecer sobre la extensa llanura colombiana, bellísimo paisaje
del que Villavicencio es su puerta, como también en la rica diversidad de sus
pueblos indígenas.
María es el primer resplandor que anuncia el final de la noche y, sobre todo, la cercanía del día. Su nacimiento nos hace intuir la iniciativa amorosa, tierna, compasiva, del amor con que Dios se inclina hasta nosotros y nos llama a una maravillosa alianza con Él que nada ni nadie podrá romper.
María ha sabido ser transparencia de la luz de Dios y ha reflejado los destellos de esa luz en su casa, la que compartió con José y Jesús, y también en su pueblo, su nación y en esa casa común a toda la humanidad que es la creación.
En el Evangelio hemos escuchado la genealogía de Jesús (cf. Mt 1,1-17), que no es una simple lista de nombres, sino historia viva, historia de un pueblo con el que Dios ha caminado y, al hacerse uno de nosotros, nos ha querido anunciar que por su sangre corre la historia de justos y pecadores, que nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, sino concreta, una salvación de vida que camina. Esta larga lista nos dice que somos parte pequeña de una extensa historia y nos ayuda a no pretender protagonismos excesivos, nos ayuda a escapar de la tentación de espiritualismos evasivos, a no abstraernos de las coordenadas históricas concretas que nos toca vivir. También integra en nuestra historia de salvación aquellas páginas más oscuras o tristes, los momentos de desolación y abandono comparables con el destierro.
La mención de las mujeres —ninguna de las aludidas en la genealogía tiene la jerarquía de las grandes mujeres del Antiguo Testamento— nos permite un acercamiento especial: son ellas, en la genealogía, las que anuncian que por las venas de Jesús corre sangre pagana, las que recuerdan historias de postergación y sometimiento. En comunidades donde todavía arrastramos estilos patriarcales y machistas es bueno anunciar que el Evangelio comienza subrayando mujeres que marcaron tendencia e hicieron historia.
Y en medio de eso, Jesús, María y José. María con su generoso sí permitió que Dios se hiciera cargo de esa historia. José, hombre justo, no dejó que el orgullo, las pasiones y los celos lo arrojaran fuera de esa luz. Por la forma en que está narrado, nosotros sabemos antes que José lo que le ha sucedido a María, y él toma decisiones mostrando su calidad humana antes de ser ayudado por el ángel y llegar a comprender todo lo que sucedía a su alrededor. La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio.
Este pueblo de Colombia es pueblo de Dios; también aquí podemos hacer genealogías llenas de historias, muchas de amor y de luz; otras de desencuentros, agravios, también de muerte. ¡Cuántos de ustedes pueden narrar destierros y desolaciones!, ¡cuántas mujeres, desde el silencio, han perseverado solas y cuántos hombres de bien han buscado dejar de lado enconos y rencores, queriendo combinar justicia y bondad! ¿Cómo haremos para dejar que entre la luz? ¿Cuáles son los caminos de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuentro.
La reconciliación no es una palabra que debemos considerar abstracta; si esto fuera así, sólo traería esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, cuando vencen esta comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección, sin esperar a que lo hagan los otros. ¡Basta una persona buena para que haya esperanza! No lo olviden: ¡basta una persona buena para que haya esperanza! ¡Y cada uno de nosotros puede ser esa persona! Esto no significa desconocer o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales. El recurso a la reconciliación concreta no puede servir para acomodarse a situaciones de injusticia. Más bien, como ha enseñado san Juan Pablo II: «Es un encuentro entre hermanos dispuestos a superar la tentación del egoísmo y a renunciar a los intentos de pseudo justicia; es fruto de sentimientos fuertes, nobles y generosos, que conducen a instaurar una convivencia fundada sobre el respeto de cada individuo y los valores propios de cada sociedad civil» (Carta a los obispos de El Salvador, 6 agosto 1982). La reconciliación, por tanto, se concreta y consolida con el aporte de todos, permite construir el futuro y hace crecer esa esperanza. Todo esfuerzo de paz sin un compromiso sincero de reconciliación siempre será un fracaso.
El texto evangélico que hemos escuchado culmina llamando a Jesús el Emmanuel, traducido: el Dios con nosotros. Así es como comienza, y así es como termina Mateo su Evangelio: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (28,21). Jesús es el Emmanuel que nace y el Emmanuel que nos acompaña en cada día, el Dios con nosotros que nace y el Dios que camina con nosotros hasta el fin del mundo. Esa promesa se cumple también en Colombia: Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, mártir de Armero, son signos de ello, la expresión de un pueblo que quiere salir del pantano de la violencia y el rencor.
En este entorno maravilloso, nos toca a nosotros decir sí a la reconciliación concreta; que el sí incluya también a nuestra naturaleza. No es casual que incluso sobre ella hayamos desatado nuestras pasiones posesivas, nuestro afán de sometimiento. Un compatriota de ustedes lo canta con belleza: «Los árboles están llorando, son testigos de tantos años de violencia. El mar está marrón, mezcla de sangre con la tierra» (Juanes, Minas piedras). La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes (cf. Carta enc. Laudato si’, 2). Nos toca decir sí como María y cantar con ella las «maravillas del Señor», porque lo ha prometido a nuestros padres, Él auxilia a todos los pueblos y auxilia a cada pueblo, y auxilia a Colombia que hoy quiere reconciliarse y a su descendencia para siempre”.
María es el primer resplandor que anuncia el final de la noche y, sobre todo, la cercanía del día. Su nacimiento nos hace intuir la iniciativa amorosa, tierna, compasiva, del amor con que Dios se inclina hasta nosotros y nos llama a una maravillosa alianza con Él que nada ni nadie podrá romper.
María ha sabido ser transparencia de la luz de Dios y ha reflejado los destellos de esa luz en su casa, la que compartió con José y Jesús, y también en su pueblo, su nación y en esa casa común a toda la humanidad que es la creación.
En el Evangelio hemos escuchado la genealogía de Jesús (cf. Mt 1,1-17), que no es una simple lista de nombres, sino historia viva, historia de un pueblo con el que Dios ha caminado y, al hacerse uno de nosotros, nos ha querido anunciar que por su sangre corre la historia de justos y pecadores, que nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, sino concreta, una salvación de vida que camina. Esta larga lista nos dice que somos parte pequeña de una extensa historia y nos ayuda a no pretender protagonismos excesivos, nos ayuda a escapar de la tentación de espiritualismos evasivos, a no abstraernos de las coordenadas históricas concretas que nos toca vivir. También integra en nuestra historia de salvación aquellas páginas más oscuras o tristes, los momentos de desolación y abandono comparables con el destierro.
La mención de las mujeres —ninguna de las aludidas en la genealogía tiene la jerarquía de las grandes mujeres del Antiguo Testamento— nos permite un acercamiento especial: son ellas, en la genealogía, las que anuncian que por las venas de Jesús corre sangre pagana, las que recuerdan historias de postergación y sometimiento. En comunidades donde todavía arrastramos estilos patriarcales y machistas es bueno anunciar que el Evangelio comienza subrayando mujeres que marcaron tendencia e hicieron historia.
Y en medio de eso, Jesús, María y José. María con su generoso sí permitió que Dios se hiciera cargo de esa historia. José, hombre justo, no dejó que el orgullo, las pasiones y los celos lo arrojaran fuera de esa luz. Por la forma en que está narrado, nosotros sabemos antes que José lo que le ha sucedido a María, y él toma decisiones mostrando su calidad humana antes de ser ayudado por el ángel y llegar a comprender todo lo que sucedía a su alrededor. La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio.
Este pueblo de Colombia es pueblo de Dios; también aquí podemos hacer genealogías llenas de historias, muchas de amor y de luz; otras de desencuentros, agravios, también de muerte. ¡Cuántos de ustedes pueden narrar destierros y desolaciones!, ¡cuántas mujeres, desde el silencio, han perseverado solas y cuántos hombres de bien han buscado dejar de lado enconos y rencores, queriendo combinar justicia y bondad! ¿Cómo haremos para dejar que entre la luz? ¿Cuáles son los caminos de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuentro.
La reconciliación no es una palabra que debemos considerar abstracta; si esto fuera así, sólo traería esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, cuando vencen esta comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección, sin esperar a que lo hagan los otros. ¡Basta una persona buena para que haya esperanza! No lo olviden: ¡basta una persona buena para que haya esperanza! ¡Y cada uno de nosotros puede ser esa persona! Esto no significa desconocer o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales. El recurso a la reconciliación concreta no puede servir para acomodarse a situaciones de injusticia. Más bien, como ha enseñado san Juan Pablo II: «Es un encuentro entre hermanos dispuestos a superar la tentación del egoísmo y a renunciar a los intentos de pseudo justicia; es fruto de sentimientos fuertes, nobles y generosos, que conducen a instaurar una convivencia fundada sobre el respeto de cada individuo y los valores propios de cada sociedad civil» (Carta a los obispos de El Salvador, 6 agosto 1982). La reconciliación, por tanto, se concreta y consolida con el aporte de todos, permite construir el futuro y hace crecer esa esperanza. Todo esfuerzo de paz sin un compromiso sincero de reconciliación siempre será un fracaso.
El texto evangélico que hemos escuchado culmina llamando a Jesús el Emmanuel, traducido: el Dios con nosotros. Así es como comienza, y así es como termina Mateo su Evangelio: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (28,21). Jesús es el Emmanuel que nace y el Emmanuel que nos acompaña en cada día, el Dios con nosotros que nace y el Dios que camina con nosotros hasta el fin del mundo. Esa promesa se cumple también en Colombia: Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, mártir de Armero, son signos de ello, la expresión de un pueblo que quiere salir del pantano de la violencia y el rencor.
En este entorno maravilloso, nos toca a nosotros decir sí a la reconciliación concreta; que el sí incluya también a nuestra naturaleza. No es casual que incluso sobre ella hayamos desatado nuestras pasiones posesivas, nuestro afán de sometimiento. Un compatriota de ustedes lo canta con belleza: «Los árboles están llorando, son testigos de tantos años de violencia. El mar está marrón, mezcla de sangre con la tierra» (Juanes, Minas piedras). La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes (cf. Carta enc. Laudato si’, 2). Nos toca decir sí como María y cantar con ella las «maravillas del Señor», porque lo ha prometido a nuestros padres, Él auxilia a todos los pueblos y auxilia a cada pueblo, y auxilia a Colombia que hoy quiere reconciliarse y a su descendencia para siempre”.
A las cuatro de la tarde, el Papa presidió, el Encuentro de Oración por
la Reconciliación Nacional; es importante anotar que a este evento lo
acompañaron muchos obispos, el Presidente Santos y su digna esposa, muchos
miembros de la insurgencia y víctimas de la violencia; y muchas otras personalidades de la vida
nacional e internacional.
El evento se realizó en la famosa Maloca.
Víctimas y victimarios del conflicto.
Bendición del Cristo Mocho de Bojayá.
Recordemos que este Cristo presencio la tragedia de las personas que
fueron masacradas por los actores armados, cuando se estaban refugiando en el
Templo de la ciudad de Bojayá
Estas cuatro personas se dirigieron al papa, dos víctimas y dos
victimarios.
Las palabras del Papa Francisco en este evento, fueron conmovedoras.
Este es el texto completo:
“Desde el primer día he deseado que llegara este
momento de nuestro encuentro. Ustedes llevan en su corazón y en su carne las
huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos
trágicos, pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto
valor espiritual de fe y esperanza.
Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara
de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3,5). Una tierra
regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrador de
sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a
todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la
carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.
Y estoy aquí no tanto para hablar yo sino para
estar cerca de ustedes y mirarlos a los ojos, para escucharlos y abrir mi
corazón a vuestro testimonio de vida y de fe. Y si me lo permiten, desearía
también abrazarlos y llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos
perdonemos ¿yo también tengo que pedir perdón? y que así, todos juntos, podamos
mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza.
Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá,
que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas
refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y
espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino
también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas y tanta sangre derramada
en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido,
nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su
rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es
«más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su
pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la
última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos
enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a
Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.
Agradezco a estos hermanos nuestros que han querido
compartir su testimonio, en nombre de tantos otros. ¡Cuánto bien nos hace
escuchar sus historias! Estoy conmovido. Son historias de sufrimiento y
amargura, pero también y, sobre todo, son historias de amor y perdón que nos hablan
de vida y esperanza; de no dejar que el odio, la venganza o el dolor se
apoderen de nuestro corazón.
El oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad
se encontrarán, la justicia y la paz se abrazarán» (v.11), es posterior a la
acción de gracias y a la súplica donde se le pide a Dios: ¡Restáuranos! Gracias
Señor por el testimonio de los que han infligido dolor y piden perdón; los que
han sufrido injustamente y perdonan. Esto sólo es posible con tu ayuda y
presencia. Eso ya es un signo enorme de que quieres restaurar la paz y la
concordia en esta tierra colombiana.
Pastora Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres
poner todo tu dolor, y el de miles de víctimas, a los pies de Jesús
Crucificado, para que se una al suyo y así sea transformado en bendición y
capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia que ha imperado en
Colombia. Tienes razón:
la violencia engendra más violencia, el odio más
odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta
como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y la reconciliación. Y tú,
querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han demostrado que es posible. Sí,
con la ayuda de Cristo vivo en medio de la comunidad es posible vencer el odio,
es posible vencer la muerte, es posible comenzar de nuevo y alumbrar una
Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran bien nos haces hoy a todos con el
testimonio de tu vida. Es el crucificado de Bojayá quien te ha dado esa fuerza
para perdonar y para amar, y para ayudarte a ver en la camisa que tu hija
Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no sólo el recuerdo de sus muertes,
sino la esperanza de que la paz triunfe definitivamente en Colombia.
Nos conmueve también lo que ha dicho Luz Dary en su
testimonio: que las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar
que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante, te has dado cuenta de
que no se puede vivir del rencor, de que sólo el amor libera y construye. Y de
esta manera comenzaste a sanar también las heridas de otras víctimas, a
reconstruir su dignidad. Este salir de ti misma te ha enriquecido, te ha
ayudado a mirar hacia delante, a encontrar paz y serenidad y un motivo para
seguir caminando. Te agradezco la muleta que me ofreces. Aunque aún te quedan
secuelas físicas de tus heridas, tu andar espiritual es rápido y firme, porque
piensas en los demás y quieres ayudarles. Esta muleta tuya es un símbolo de esa
otra muleta más importante, y que todos necesitamos, que es el amor y el
perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en
la vida. Gracias.
Deseo agradecer también el testimonio elocuente de
Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron comprender que todos, al final, de un modo u
otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todos víctimas. Todos
unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy
lo ha dicho claro: comprendiste que tú misma habías sido una víctima y tenías
necesidad de que se te concediera una oportunidad. Y comenzaste a estudiar, y
ahora trabajas para ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en
las redes de la violencia y de la droga. También hay esperanza para quien hizo
el mal; no todo está perdido. Es cierto que en esa regeneración moral y
espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy,
se debe contribuir positivamente a sanar esa sociedad que ha sido lacerada por
la violencia.
Resulta difícil aceptar el cambio de quienes
apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios
ilícitos y enriquecerse o para, engañosamente, creer estar defendiendo la vida
de sus hermanos. Ciertamente es un reto para cada uno de nosotros confiar en
que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligieron
sufrimiento a comunidades y a un país entero. Es cierto que en este enorme
campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. Ustedes estén atentos
a los frutos, cuiden el trigo y no pierdan la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones
alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación
concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o
inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren
conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no impidamos que la justicia
y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la historia de
dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió
delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a
la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz.
Como ha dejado entrever en su testimonio Juan
Carlos, en todo este proceso, largo, difícil, pero esperanzador de la
reconciliación, resulta indispensable también asumir la verdad. Es un desafío
grande pero necesario. La verdad es una compañera inseparable de la justicia y
de la misericordia. Juntas son esenciales para construir la paz y, por otra
parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas y se transformen
en instrumentos de venganza sobre quien es más débil. La verdad no debe, de
hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón.
Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con
sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de
edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las
mujeres víctimas de violencia y de abusos.
Quisiera, finalmente, como hermano y como padre,
decir: Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios y déjate reconciliar. No
temas a la verdad ni a la justicia. Queridos colombianos: No tengan temor a
pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconciliación para acercarse,
reencontrarse como hermanos y superar las enemistades. Es hora de sanar
heridas, de tender puentes, de limar diferencias. Es la hora para desactivar
los odios, renunciar a las venganzas y abrirse a la convivencia basada en la
justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro
fraterno. Que podamos habitar en armonía y fraternidad, como desea el Señor.
Pidamos ser constructores de paz, que allá donde haya odio y resentimiento,
pongamos amor y misericordia (cf. Oración atribuida a san Francisco de Asís).
Deseo poner todas estas intenciones ante la imagen
del crucificado, el Cristo negro de Bojayá:
Oh Cristo negro de Bojayá, que nos recuerdas tu
pasión y muerte; junto con tus brazos y pies te han arrancado a tus hijos que
buscaron refugio en ti.
Oh Cristo negro de Bojayá, que nos miras con
ternura y en tu rostro hay serenidad; palpita también tu corazón para acogernos
en tu amor.
Oh Cristo negro de Bojayá, haz que nos
comprometamos a restaurar tu cuerpo.
Que seamos tus pies para salir al encuentro del
hermano necesitado; tus brazos para abrazar al que ha perdido su dignidad; tus
manos para bendecir y consolar al que llora en soledad.
Haz que seamos testigos de tu amor y de tu infinita
misericordia”.
Después de las cinco y veinte minutos de la tarde, el Papa visitó en el
Parque de los Fundadores, el monumento de la Cruz de la Reconciliación.
Cruz de la
Reconciliación.
Parque de
los fundadores.
La visita a Medellín se desenvolvió así:
El papa
móvil, hizo un carreteo muy rápido por los cuatro costados del aeropuerto, para
reponer parte del tiempo que se perdió, por no poder venir del aeropuerto José
María Córdova, en helicóptero, porque las condiciones atmosféricas, no lo
permitieron.
Lo
recibieron millón tres cientos mil feligreses y todos los miembros de la
Iglesia católica; también estuvieron presentes las grades autoridades del
Departamento y la ciudad.
El Papa
recibe algunos obsequios en Medellín.
Las
autoridades eclesiásticas, civiles y militares lo saludan.
La misa fue
algo muy solemne, miremos algunos aspectos:
Así estaba
el aeropuerto Olaya Herrera.
La homilía,
fue una verdadera pieza literaria, este es el texto:
“Queridos hermanos y
hermanas:
En la misa del jueves
en Bogotá escuchábamos el llamado de Jesús a sus primeros discípulos; esta
parte del Evangelio de Lucas que comenzó con aquella narración, culmina con el
llamado a los Doce. ¿Qué recuerdan los evangelistas entre ambos
acontecimientos? Que este camino de seguimiento supuso en los primeros
seguidores de Jesús mucho esfuerzo de purificación. Algunos preceptos,
prohibiciones y mandatos los hacían sentir seguros; cumplir con determinadas
prácticas y ritos los dispensaba de la inquietud de preguntarse: ¿Qué es lo que
le agrada a nuestro Dios? Jesús, el Señor, les señala que cumplir es caminar
tras Él, y que ese caminar los ponía frente a leprosos, paralíticos, pecadores.
Esas realidades
demandaban mucho más que una receta, una norma establecida. Aprendieron que ir
detrás de Jesús supone otras prioridades, otras consideraciones para servir a
Dios. Para el Señor, también para la primera comunidad, es de suma importancia
que quienes nos decimos discípulos no nos aferremos a cierto estilo, a ciertas
prácticas que nos acercan más al modo de ser de algunos fariseos de entonces
que al de Jesús.
La libertad de Jesús
se contrapone con la falta de libertad de los doctores de la ley de aquella
época, que estaban paralizados por una interpretación y practica rigorista de
la ley. Jesús no se queda en un cumplimento aparentemente «correcto», Él lleva
la ley a su plenitud y por eso quiere ponernos en esa dirección, en ese estilo
de seguimiento que supone ir a lo esencial, renovarse e involucrarse. Son tres
actitudes que tenemos que plasmar en nuestra vida de discípulos.
Lo primero, ir a lo
esencial. No quiere decir «romper con todo» lo que no se acomoda a nosotros,
porque tampoco Jesús vino «a abolir la ley, sino a llevarla a su plenitud» (Mt
5,17); es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta y tiene valor para la
vida. Jesús enseña que la relación con Dios no puede ser un apego frío a normas
y leyes, ni tampoco un cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a
un cambio real de vida. Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado
simplemente por una costumbre, porque contamos con un certificado de bautismo,
sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor.
El discipulado no es
algo estático, sino un continuo movimiento hacia Cristo; no es simplemente el
apego a la explicación de una doctrina, sino la experiencia de la presencia
amigable, viva y operante del Señor, un permanente aprendizaje por medio de la
escucha de su Palabra. Y esa palabra, lo hemos escuchado, se nos impone en las
necesidades concretas de nuestros hermanos: será el hambre de los más cercanos
en el texto proclamado, o la enfermedad en lo que narra Lucas a continuación.
La segunda palabra,
renovarse. Como Jesús «zarandeaba» a los doctores de la ley para que salieran
de su rigidez, ahora también la Iglesia es «zarandeada» por el Espíritu para
que deje sus comodidades y apegos. La renovación no nos debe dar miedo. La
Iglesia está siempre en renovación —Ecclesia semper reformanda—. No se renueva
a su antojo, sino que lo hace «firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de
la esperanza transmitida por la Buena Noticia» (Col 1,23). La renovación supone
sacrificio y valentía, no para considerarse mejores o más pulcros, sino para
responder mejor al llamado del Señor. El Señor del sábado, la razón de ser de
todos nuestros mandatos y prescripciones, nos invita a ponderar lo normativo
cuando está en juego el seguimiento; cuando sus llagas abiertas, su clamor de
hambre y sed de justicia nos interpelan y nos imponen respuestas nuevas. Y en
Colombia hay tantas situaciones que reclaman de los discípulos el estilo de
vida de Jesús, particularmente el amor convertido en hechos de no violencia, de
reconciliación y de paz.
La tercera palabra,
involucrarse. Involucrarse, aunque para algunos eso parezca ensuciarse,
mancharse. Como David o los suyos que entraron en el Templo porque tenían
hambre y los discípulos de Jesús entraron en el sembrado y comieron las
espigas, también hoy a nosotros se nos pide crecer en arrojo, en un coraje
evangélico que brota de saber que son muchos los que tienen hambre, hambre de
Dios, hambre de dignidad, porque han sido despojados. Y, como cristianos,
ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles ese encuentro. No
podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de «prohibido el
paso», ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es
absolutamente mío.
La Iglesia no es
nuestra, es de Dios; Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen
cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento.
Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) y no podemos ser quienes
impidamos ese encuentro. Al contrario, Jesús nos pide, como lo hizo a sus
discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16); este es nuestro servicio. Bien
entendió esto Pedro Claver, a quien hoy celebramos en la liturgia y que mañana
veneraré en Cartagena. «Esclavo de los negros para siempre» fue su lema de
vida, porque comprendió, como discípulo de Jesús, que no podía permanecer
indiferente ante el sufrimiento de los más desamparados y ultrajados de su
época y que tenía que hacer algo para aliviarlo.
Hermanos y hermanas,
la Iglesia en Colombia está llamada a empeñarse con mayor audacia en la
formación de discípulos misioneros, así como lo señalamos los obispos reunidos
en Aparecida en el año 2007. Discípulos que sepan ver, juzgar y actuar, como lo
proponía aquel documento latinoamericano que nació en estas tierras (cf.
Medellín, 1968). Discípulos misioneros que saben ver, sin miopías heredadas;
que examinan la realidad desde los ojos y el corazón de Jesús, y desde ahí la
juzgan. Y que arriesgan, actúan, se comprometen.
He venido hasta aquí
justamente para confirmarlos en la fe y en la esperanza del Evangelio:
manténganse firmes y libres en Cristo, de modo que lo reflejen en todo lo que
hagan; asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús, conózcanlo,
déjense convocar e instruir por Él, anúncienlo con la mayor alegría.
Pidamos a través de
la intercesión de nuestra Madre, Nuestra Señora de la Candelaria, que nos
acompañe en nuestro camino de discípulos, para que, poniendo nuestra vida en
Cristo, seamos simplemente misioneros que llevemos la luz y la alegría del
Evangelio a todas las gentes”.
El papa se prepara
para el ofertorio.
Así se proclama el
Evangelio.
Al finalizar la misa,
el Arzobispo de Medellín le da unos agradecimientos muy especiales al Papa y le
regala una réplica del cuadro al óleo de Nuestra Señora de la Candelaria de
Medellín.
Este es un buen
recorderis de esas palabras.
El arzobispo de Medellín, Ricardo Antonio Tobón
Restrepo, tomó la palabra tras la misa del papa Francisco este sábado en
esta ciudad colombiana y aseguró su empeño "para construir un país
reconciliado". "Junto al Sucesor de Pedro, queremos renovar
en esta visita nuestra decisión de seguir a Cristo (...) nuestro propósito de
seguir aportando el testimonio, los valores y la propuesta cristiana para
construir un país reconciliado y con horizontes de esperanza", dijo.
"Nos alegra que haya querido venir a compartir
nuestra realidad y a animarnos en nuestro camino. Dios nos ha bendecido con
tantos dones y nos ha ayudado a tejer un proceso histórico lleno de grandes
realizaciones", comenzó el arzobispo en su mensaje de agradecimiento al
papa por su visita. Sin embargo, el arzobispo de Medellín reconoció que el país
aún no logra "superar completamente la estructura del mal, que
pervierte las conciencias, genera diversas formas de corrupción, mantiene la
inequidad social, arruina la vida con el egoísmo y no deja de promover la
falsa solución de la violencia".
Aunque también destacó que le consuela ver "el
entusiasmo y la generosidad de tantos al servicio de la evangelización" y
"un despertar del compromiso apostólico de los laicos" e
"iniciativas de fe que llenan de esperanza". Tobón Restrepo expresó
el agradecimiento de todos los presentes "venidos incluso con
grandes sacrificios de diversas regiones del país y de todos los que siguen
este momento de gracia a través de los medios de comunicación".
Cuando le entregaron el cuadro de Nuestra Señora de
la Candelaria, la patrona de Medellín, le dijo para que "mantenga su ardor
y haga fecunda su misión apostólica".
En agenda
privada, después de la Misa campal, el Papa sostiene una conversación con unos
jóvenes que pertenecen a un grupo religioso, que Su Santidad, fundó, cuando
estaba en Argentina, como miembro especial de la Iglesia Católica.
Al finalizar la eucaristía que el
papa Francisco oficiará en Medellín, el próximo 9 de septiembre en el
aeropuerto Olaya Herrera, 15 estudiantes de diferentes colegios públicos y
privados de Colombia tendrán la oportunidad de conversar durante 20 minutos con
el Sumo Pontífice.
Se trata de jóvenes de últimos grados
de bachillerato que participaron en Scholas Ciudadanía, iniciativa que busca
empoderar a los jóvenes y escuchar sus propuestas para solucionar problemas de
sus colegios, barrios, de la ciudad y del país. Entre los seleccionados para
encontrarse con el papa Francisco hay 10 antioqueños.
Más tarde el
Pontífice se dirige al Seminario Mayor, para un merecido descanso y hacer el
almuerzo, con los miembros de su Iglesia.
Seminario de
Medellín.
Terminado el
almuerzo, Su Santidad, se dirige al Hogar San José, para hacer el encuentro con
los jóvenes que viven en él.
Este
recorrido fue un verdadero viacrucis, por la torrencial lluvia que los acompañó.
Pequeña
historia del Hogar San José.
Corría
el año 1910. Medellín era aún una pequeña población de pocos habitantes. Sin
embargo, la guerra de los Mil Días incrementó el número de viudas y huérfanos.
Ante el dolor que vivían, un misionero de la época quiso crear un lugar que
acogiera a los pequeños que habían perdido a sus padres. Algún tiempo después,
con apoyo de otras personas y el arzobispo de la época, se fundó
el orfelinato de San José, hoy conocido como Hogares San José y uno de los
lugares que visitará el papa Francisco luego de su llegada a la ciudad.
Ubicado
desde sus inicios en el barrio Boston, en el centro de Medellín, más de 100
años de historia convierten a Hogares San José en la obra social más antigua de
la ciudad. Acoge a niños y jóvenes de todo el país que no tienen un lugar donde
vivir. Aunque empezó como un internado mixto, en 1955
las niñas se quedaron en la sede de Boston y los niños pasaron a otra ubicada
en Las Palmas.
En el Hogar
San José el Papa escuchó el testimonio
de una joven, Claudia Yesenia, que llegó al Hogar San
José, luego de que perdiera a su familia en una masacre ocurrida en San Carlos,
Antioquia.
El Papa, tras escuchar a la menor, le dijo que dijo que mientras
conocía "todas las dificultades por las que has pasado me venía a la memoria del corazón el sufrimiento injusto de tantos
niños y niñas en todo el mundo, que han sido y siguen siendo víctimas inocentes
de la maldad de algunos".
"También el Niño Jesús fue víctima del odio y de la persecución; también Él tuvo que huir con su familia, dejar su tierra y su casa, para escapar de la muerte. Ver sufrir a los niños hace mal al alma porque los niños son los predilectos de Jesús. No podemos aceptar que se les maltrate, que se les impida el derecho a vivir su niñez con serenidad y alegría, que se les niegue un futuro de esperanza", añadió el santo padre.
"Pero -concluyó- Jesús no abandona a nadie que sufre, mucho menos a ustedes, niños y niñas, que son sus preferidos. Claudia Yesenia, al lado de tanto horror sucedido, Dios te regaló una tía que te cuidó, un hospital que te atendió y finalmente una comunidad que te recibió. Este «hogar» es una prueba del amor que Jesús les tiene y de su deseo de estar muy cerca de ustedes".
"También el Niño Jesús fue víctima del odio y de la persecución; también Él tuvo que huir con su familia, dejar su tierra y su casa, para escapar de la muerte. Ver sufrir a los niños hace mal al alma porque los niños son los predilectos de Jesús. No podemos aceptar que se les maltrate, que se les impida el derecho a vivir su niñez con serenidad y alegría, que se les niegue un futuro de esperanza", añadió el santo padre.
"Pero -concluyó- Jesús no abandona a nadie que sufre, mucho menos a ustedes, niños y niñas, que son sus preferidos. Claudia Yesenia, al lado de tanto horror sucedido, Dios te regaló una tía que te cuidó, un hospital que te atendió y finalmente una comunidad que te recibió. Este «hogar» es una prueba del amor que Jesús les tiene y de su deseo de estar muy cerca de ustedes".
Grupo de alumnas del Hogar San José.
El papa Francisco en el hogar San José.
A las cuatro
de la tarde, el Sumo Pontífice, se reúne con todos los religiosos de Antioquia
y sus familias y luego de escuchar el testimonio de algunos de ellos, y oír la
proclamación de un texto del Evangelio de Juan, pronuncio esta preciosa
homilía:
Estimados hermanos
obispos, Queridos sacerdotes, consagrados, consagradas, seminaristas, Queridas
familias, ¡queridos «paisas»!
La alegoría de la
vid verdadera que acabamos de escuchar del Evangelio de Juan se da en el
contexto de la última cena de Jesús. En ese ambiente de intimidad, de cierta
tensión pero cargada de amor, el Señor lavó los pies de los suyos, quiso
perpetuar su memoria en el pan y el vino, y también les habló a los que más
quería desde lo hondo de su corazón.
En esa primera
noche «eucarística», en esa primera caída del sol después del gesto de
servicio, Jesús abre su corazón; les entrega su testamento. Y así como en aquel
cenáculo se siguieron reuniendo posteriormente los Apóstoles, algunas mujeres y
María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,13-14), hoy también acá en este espacio nos
hemos reunido nosotros a escucharlo, a escucharnos. La hermana Leidy de San
José, María Isabel y el padre Juan Felipe nos han dado su testimonio. También
cada uno de los que estamos aquí podríamos narrar la propia historia
vocacional. Todos coincidirían en la experiencia de Jesús que sale a nuestro
encuentro, que nos primerea y que de ese modo nos ha captado el corazón. Como
dice el Documento de Aparecida: «Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede
recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha
ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro
gozo» (n. 29).
Muchos de ustedes,
jóvenes, habrán descubierto este Jesús vivo en sus comunidades; comunidades de un
fervor apostólico contagioso, que entusiasman y suscitan atracción. Donde hay
vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas;
la vida fraterna y fervorosa de la comunidad es la que despierta el deseo de
consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 107). Los jóvenes son naturalmente inquietos y, si bien asistimos a
una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes
que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de
militancia y voluntariado. Cuando lo hacen captados por Jesús, sintiéndose
parte de la comunidad, se convierten en «callejeros de la fe», felices de
llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra
(cf. ibíd., 107).
Esa es la vid a la
que se refiere Jesús en el texto que hemos proclamado: la vid que es el «pueblo
de la alianza». Profetas como Jeremías, Isaías o Ezequiel se refieren a él como
una vid, hasta un salmo, el 80, canta diciendo: «Tú sacaste de Egipto una vid...
le preparaste terreno, echó raíces y llenó toda la región» (vv.9-10). A veces
expresan el gozo de Dios ante su vid, otras su enojo, desconcierto y despecho;
jamás se desentiende de ella, nunca deja de padecer sus distancias, de salir al
encuentro de este pueblo que, cuando se aleja de Él, se seca, arde y se
destruye.
¿Cómo es la tierra,
el sustento, el soporte donde crece esta vid en Colombia? ¿En qué contextos se
generan los frutos de las vocaciones de especial consagración? Seguramente en
ambientes llenos de contradicciones, de claroscuros, de situaciones vinculares
complejas. Nos gustaría contar con un mundo, con familias y vínculos más
llanos, pero somos parte de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando
con ella, Dios sigue llamando. Sería casi evasivo pensar que todos ustedes han
escuchado el llamado de Dios en medio de familias sostenidas por un amor fuerte
y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la
paciencia (cf. Exhort. ap. Amoris laetitia, 5). Algunas, quiera Dios que
muchas, serán así. Pero tener los pies sobre la tierra es reconocer que
nuestros procesos vocacionales, el despertar del llamado de Dios, nos encuentra
más cerca de aquello que ya relata la Palabra de Dios y del que tanto sabe
Colombia: «Un sendero de sufrimiento y de sangre [...] la violencia fratricida
de Caín sobre Abel y los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas
de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que
llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples dificultades
familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga confesión de Job
abandonado» (ibíd., 20). Desde el comienzo ha sido así: Dios manifiesta su
cercanía y su elección; Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a
hombres y mujeres en la fragilidad de la historia personal y comunitaria. No
tengamos miedo, en esa tierra compleja Dios siempre ha hecho el milagro de
generar buenos racimos, como las arepas al desayuno. ¡Que no falten vocaciones
en ninguna comunidad, en ninguna familia de Medellín!
Y esta vid —que es
la de Jesús— tiene el atributo de ser la verdadera. Él ya utilizó este término
en otras ocasiones en el Evangelio de Juan: la luz verdadera, el verdadero pan
del cielo, o el testimonio verdadero. Ahora, la verdad no es algo que recibimos
—como el pan o la luz— sino que brota desde adentro. Somos pueblo elegido para
la verdad, y nuestro llamado tiene que ser en la verdad. No puede haber lugar,
si somos sarmientos de esta vid, si nuestra vocación está injertada en Jesús,
para el engaño, la doblez, las opciones mezquinas. Todos tenemos que estar
atentos para que cada sarmiento sirva para lo que fue pensado: dar frutos.
Desde los comienzos, a quienes les toca acompañar los procesos vocacionales,
tendrán que motivar la recta intención, un deseo auténtico de configurarse con
Jesús, el pastor, el amigo, el esposo. Cuando los procesos no son alimentados
por esta savia verdadera que es el Espíritu de Jesús, entonces hacemos
experiencia de la sequedad y Dios descubre con tristeza aquellos tallos ya muertos.
Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de
honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y
de promoción social, cuando la motivación es «subir de categoría», apegarse a
intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de lucro. Como he
dicho ya en otras ocasiones, el diablo entra por el bolsillo. Esto no es
privativo de los comienzos, todos nosotros tenemos que estar atentos porque la
corrupción en los hombres y mujeres que están en la Iglesia empieza así, poco a
poco, luego —nos lo dice Jesús mismo— se enraíza en el corazón y acaba
desalojando a Dios de la propia vida. «No se puede servir a Dios y al dinero»
(Mt 6,21.24), no podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la
bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales.
Hay situaciones,
estilos y opciones que muestran los signos de sequedad y de muerte: ¡No pueden
seguir entorpeciendo el fluir de la savia que alimenta y da vida! El veneno de
la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al Pueblo de Dios, a
los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en
nuestra comunidad; son ramas que decidieron secarse y que Dios nos manda
cortar.
Pero Dios no sólo
corta; la alegoría continúa diciendo que Dios limpia la vid de imperfecciones.
La promesa es que daremos fruto, y en abundancia, como el grano de trigo, si
somos capaces de entregarnos, de donar la vida libremente. Tenemos en Colombia
ejemplos de que esto es posible. Pensemos en santa Laura Montoya, una religiosa
admirable cuyas reliquias tenemos con nosotros y que desde esta ciudad se
prodigó en una gran obra misionera en favor de los indígenas de todo el país.
¡Cuánto nos enseña la mujer consagrada de entrega silenciosa, abnegada, sin
mayor interés que expresar el rostro maternal de Dios! Así mismo, podemos
recordar al beato Mariano de Jesús Euse Hoyos, uno de los primeros alumnos del
Seminario de Medellín, y a otros sacerdotes y religiosas de Colombia, cuyos
procesos de canonización han sido introducidos; como también otros tantos,
miles de colombianos anónimos que, en la sencillez de su vida cotidiana, han
sabido entregarse por el Evangelio y que ustedes llevarán en su memoria y serán
estímulo en su entrega. Todos nos muestran que es posible seguir fielmente la
llamada del Señor, que es posible dar mucho fruto.
La buena noticia es
que Él está dispuesto a limpiarnos, que no estamos terminados, que como buenos
discípulos estamos en camino. ¿Cómo va cortando Jesús los factores de muerte
que anidan en nuestra vida y distorsionan el llamado? Invitándonos a permanecer
en Él; permanecer no significa solamente estar, sino que indica mantener una
relación vital, existencial, de absoluta necesidad; es vivir y crecer en unión
íntima y fecunda con Jesús, fuente de vida eterna. Permanecer en Jesús no puede
ser una actitud meramente pasiva o un simple abandono sin consecuencias en la
vida cotidiana y concreta. Permítanme proponerles tres modos de hacer efectivo
este permanecer:
1. Permanecemos tocando
la humanidad de Cristo: Con la mirada y los sentimientos de Jesús, que
contempla la realidad no como juez, sino como buen samaritano; que reconoce los
valores del pueblo con el que camina, así como sus heridas y pecados; que
descubre el sufrimiento callado y se conmueve ante las necesidades de las
personas, sobre todo cuando estas se ven avasalladas por la injusticia, la
pobreza indigna, la indiferencia, o por la perversa acción de la corrupción y
la violencia.
Con los gestos y
palabras de Jesús, que expresan amor a los cercanos y búsqueda de los alejados;
ternura y firmeza en la denuncia del pecado y el anuncio del Evangelio; alegría
y generosidad en la entrega y el servicio, sobre todo a los más pequeños,
rechazando con fuerza la tentación de dar todo por perdido, de acomodarnos o de
volvernos sólo administradores de desgracias.
2. Permanecemos
contemplando su divinidad: Despertando y sosteniendo la admiración por el
estudio que acrecienta el conocimiento de Cristo porque, como recuerda san
Agustín, no se puede amar a quien no se conoce (cf. La Trinidad, Libro X, cap.
I, 3). Privilegiando para ese conocimiento el encuentro con la Sagrada
Escritura, especialmente el Evangelio, donde Cristo nos habla, nos revela su
amor incondicional al Padre, nos contagia la alegría que brota de la obediencia
a su voluntad y del servicio a los hermanos. Quien no conoce las Escrituras, no
conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús (cf. San Jerónimo,
Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17). ¡Gastemos tiempo en una
lectura orante de la Palabra! En auscultar en ella qué quiere Dios para
nosotros y nuestro pueblo.
Que todo nuestro estudio nos ayude a ser
capaces de interpretar la realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio
evasivo de los aconteceres de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de
modas o ideologías. Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio,
que no quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío
existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y
sus culturas.
Permanecer y
contemplar su divinidad haciendo de la oración parte fundamental de nuestra
vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos libera del lastre de la
mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a elegir alejándonos de lo
superficial, en un ejercicio de auténtica libertad. Nos saca de estar centrados
en nosotros mismos, escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a
ponernos con docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer
eficaz su proyecto de salvación. Y en la oración, adorar. Aprender a adorar en
silencio. Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Haber sido
llamados no nos da un certificado de buena conducta e impecabilidad; no estamos
revestidos de una aureola de santidad. Todos somos pecadores y necesitamos del
perdón y la misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que
no está bien y hemos hecho mal, lo echa fuera de la viña y lo quema. Nos deja
limpios para poder dar fruto. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para
con su pueblo, del que somos parte. Él nunca nos dejará tirados al costado del
camino. Dios hace de todo para evitar que el pecado nos venza y cierre las
puertas de nuestra vida a un futuro de esperanza y de gozo.
3. Finalmente, hay
que permanecer en Cristo para vivir en la alegría. Si permanecemos en Él, su
alegría estará en nosotros. No seremos discípulos tristes y apóstoles amargados.
Al contrario,
reflejaremos y portaremos la alegría verdadera, el gozo pleno que nadie nos
podrá quitar, difundiremos la esperanza de vida nueva que Cristo nos ha traído.
El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría. Dios no nos quiere
sumidos en la tristeza y el cansancio que vienen de las actividades mal
vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aun nuestras
fatigas. Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de la
cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de
Dios cuando trasparentamos la alegría del encuentro con Él.
En el Génesis,
después del diluvio, Noé planta una vid como signo del nuevo comienzo;
finalizando el Éxodo, los que Moisés envió a inspeccionar la tierra prometida,
volvieron con un racimo de uvas, signo de esa tierra que manaba leche y miel.
Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y familias. El Señor ha
puesto su mirada sobre Colombia: ustedes son signo de ese amor de predilección.
Nos toca ofrecer todo nuestro amor y servicio unidos a Jesucristo, nuestra vid.
Y ser promesa de un nuevo inicio para Colombia, que deja atrás diluvios de
desencuentro y violencia, que quiere dar muchos frutos de justicia y paz, de
encuentro y solidaridad. Que Dios los bendiga; que Dios bendiga la vida
consagrada en Colombia. Y no se olviden de rezar por mí.
En resumen, debemos
tener muy en cuenta, estas frases del Santo Padre, para que empecemos a
redimensionar la Iglesia de Cristo, que fue fundada, en el amor y la oración:
Frases célebres del
Sumo Pontífice.
Estas frases del
Sumo Pontífice, son un jalón de orejas, para aquellos clérigos, religiosos y
misioneros, que según Él, solo tienen una carita de estampa.
1. La Iglesia es
‘zarandeada ‘por el Espíritu para que deje sus comodidades y sus apegos. La
renovación no nos debe dar miedo.
2. En este
momento de la historia, los sacerdotes y jerarcas eclesiásticos son
interpelados por un clamor de hambre y justicia.
3. Involúcrense
más con los desfavorecidos aunque para algunos eso parezca ensuciarse
y mancharse.
4. La Iglesia se
debe comprometer más, porque el comportamiento (del papa) tiene credibilidad.
5. Los obispos
no son técnicos ni políticos, sino pastores.
6. No hay que
apegarse a intereses materiales. Como he dicho, el diablo entra por el
bolsillo.
7. No se puede servir
a Dios y al dinero.
8. Tenemos que
estar atentos porque la corrupción en hombres y mujeres que están en la Iglesia
empieza poquito a poquito.
9. El veneno de
la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al pueblo de Dios, a
los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en
nuestra comunidad.
10. Las
vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de honores,
cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y de
promoción social, cuando la motivación es ‘subir de categoría‘, apegarse a
intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de lucro.
11. La renovación
supone sacrificio y valentía.
12. La
Iglesia no es una aduana. La Iglesia tiene las puertas abiertas.
13. No podemos
aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la bondad de nuestro pueblo
para ser servidos y obtener beneficios materiales.
El último día de la visita de Papa, fue en la
ciudad de Cartagena, a la que coloquialmente le decimos: El corralito de
piedras.
El último día de la visita de Papa, fue en la
ciudad de Cartagena, a la que coloquialmente le decimos: El corralito de
piedras.
El Papa llegó a Cartagena a las diez de la mañana y
fue recibido por las autoridades locales en el aeropuerto Rafael Núñez, por el
Señor Arzobispo de Cartagena, Monseñor Jorge Enrique Jiménez Carvajal, el
Gobernador de Bolívar, el Doctor Dumek Turbay, el alcalde encargado, el Doctor
Sergio Londoño Zurek y las demás autoridades de la localidad.
Seguidamente, Su Santidad hizo un recorrido por
algunas calles y llegó al Barrio San Francisco, luego arrimó a la casa de la
Señora Lorenza María Pérez Barrios.
En este barrio Bendijo las primeras piedras, para
dos importantes obras, que benefician a los más necesitados.
En este recorrido, el Papa tiene un descuido
involuntario y se golpea la mejilla izquierda, contra el vidrio de Papa móvil,
pero ese percance, no le quita fuerzas, y continúa, como si nada hubiera
pasado, pero sus subalternos notaron el problema, le pidieron el favor de que
bajara y en la casa de la Señora que visitaba, le prestaron primeros auxilios y
aprovecho, para cambiar sus vestidos, porque es un hombre impecable en el aseo
y su buena presentación.
Miremos con más detalle, el percance de Su
Santidad.
Pero como siempre lo acompaña su médico de
cabecera, al minuto siguiente, no se notaba el pequeño edema del pómulo.
Dicen que hombre prevenido vale por dos y creo que
nuestro Pontífice, vale por muchos, porque en su escarcela lleva todas aquellas
cosas que se pueden necesitar en una urgencia.
Me di una punada, pero estoy bien.
Seguidamente se dirige hacia el Templo de San Pedro
Claver, en donde hizo una corta oración frente a los despojos mortales del
Santo y luego entonó el Ángelus, una hermosa oración que acostumbra rezar en el
Vaticano.
Recordemos que Su Santidad es un miembro de la
comunidad religiosa de los Jesuitas y por esta razón, su cita obligada es en la
iglesia de San Pedro Claver otro misionero que vino, como Él a traernos paz y
consuelo espiritual.
Tambien es importante recordar que en el actual
período de la Iglesia Católica, el Papa es Jorge Mario
Bergoglio y pertenece a la sociedad de Jesús, S. J. Societas Jesu. Y que el
Sacerdote que rige esa comunidad en el mundo, al que llamamos el Papa Negro, El
Padre Arturo Sosa Abacal, también es de esa comunidad religiosa.
Por esta razón tan
importante, el Santo Padre ha visitado en el día de hoy, esta hermosa joya de
la colonia.
Así fue todo el recorrido de las primeras gestiones
del Papa en la ciudad de Cartagena.
Este es en Templo de San Pedro Claver, entre el
corralito de piedras.
Esta fueron las palabras que pronunció en el
Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Poco antes de entrar en esta iglesia donde se
conservan las reliquias de san Pedro Claver, he bendecido las primeras piedras
de dos instituciones destinadas a atender a personas con grave necesidad y
visité la casa de la señora Lorenza, donde acoge cada día a muchos hermanos y
hermanas nuestras para darles alimento y cariño. Estos encuentros me han hecho
mucho bien porque allí se puede comprobar cómo el amor de Dios se hace
concreto, se hace cotidiano.
Todos juntos rezaremos el Ángelus, recordando la
encarnación del Verbo. Y pensamos en María, que concibió a Jesús y lo trajo al
mundo. La contemplamos esta mañana bajo la advocación de Nuestra Señora de
Chiquinquirá. Como saben, durante un periodo largo de tiempo esta imagen estuvo
abandonada, perdió el color y estaba rota y agujereada. Era tratada como un
trozo de saco viejo, usándola
sin ningún respeto hasta que acabaron desechándola.
Fue entonces cuando una mujer sencilla, la primera devota de la Virgen de
Chiquinquirá, que según la tradición se llamaba María Ramos, vio en esa tela
algo diferente. Tuvo el valor y la fe de colocar esa imagen borrosa y rajada en
un lugar destacado, devolviéndole su dignidad perdida. Supo encontrar y honrar
a María, que sostenía a su Hijo en sus brazos, precisamente en lo que para los
demás era despreciable e inútil.
De ese modo, se hizo paradigma de todos aquellos
que, de diversas maneras, buscan recuperar la dignidad del hermano caído por el
dolor de las heridas de la vida, de aquellos que no se conforman y trabajan por
construirles una habitación digna, por atender sus necesidades perentorias y,
sobre todo, rezan con perseverancia para que puedan recuperar el esplendor de
hijos de Dios que les ha sido arrebatado.
El Señor nos enseña a través del ejemplo de los
humildes y de los que no cuentan. Si a María Ramos, una mujer sencilla, le
concedió la gracia de acoger la imagen de la Virgen en la pobreza de esa tela
rota, a Isabel, una mujer indígena, y a su hijo Miguel, les dio la capacidad de
ser los primeros en ver trasformada y renovada esa tela de la Virgen. Ellos
fueron los primeros en mirar con ojos sencillos ese trozo de paño totalmente
nuevo y ver en éste el resplandor de la luz divina, que transforma y hace
nuevas todas las cosas. Son los pobres, los humildes, los que contemplan la
presencia de Dios, a quienes se revela el misterio del amor de Dios con mayor
nitidez.
Ellos, pobres y sencillos, fueron los primeros en
ver a la Virgen de Chinquinquirá y se convirtieron en sus misioneros,
anunciadores de la belleza y santidad de la Virgen. Y en esta iglesia le
rezaremos a María, que se llamó a sí misma «la esclava del Señor», y a san
Pedro Claver, el «esclavo de los negros para siempre», como se hizo llamar
desde el día de su profesión solemne. Él esperaba las naves que llegaban desde
África al principal mercado de esclavos del Nuevo Mundo. Muchas veces los
atendía solamente con gestos evangelizadores, por la imposibilidad de
comunicarse, por la diversidad de los idiomas. Sin embargo, Pedro Claver sabía
que el lenguaje de la caridad y de la misericordia era comprendido por todos.
De hecho, la caridad ayuda a comprender la verdad y la verdad reclama gestos de
caridad. Cuando sentía repugnancia hacia ellos, besaba sus llagas.
Austero y caritativo hasta el heroísmo, después de
haber confortado la soledad de centenares de miles de personas, transcurrió los
últimos cuatro años de su vida enfermo y en su celda, en un espantoso estado de
abandono. Efectivamente, san Pedro Claver ha testimoniado en modo formidable la
responsabilidad y el interés que cada uno de nosotros debe tener por sus
hermanos. Este santo fue, por lo demás, acusado injustamente de ser indiscreto
por su celo y debió enfrentar duras críticas y una pertinaz oposición por parte
de quienes temían que su ministerio socavase el lucrativo comercio de los
esclavos. Todavía hoy, en Colombia y en el mundo, millones de personas son
vendidas como esclavos, o bien mendigan un poco de humanidad, un momento de
ternura, se hacen a la mar o emprenden el camino porque lo han perdido todo,
empezando por su dignidad y por sus propios derechos.
María de Chiquinquirá y Pedro Claver nos invitan a
trabajar por la dignidad de todos nuestros hermanos, en especial por los pobres
y descartados de la sociedad, por aquellos que son abandonados, por los
emigrantes, por los que sufren la violencia y la trata. Todos ellos tienen su
dignidad y son imagen viva de Dios. Todos hemos sido creados a imagen y
semejanza de Dios, y a todos nosotros, la Virgen nos sostiene en sus brazos
como a hijos queridos.
Dirijamos ahora nuestra oración a la Virgen Madre,
para que nos haga descubrir en cada uno de los hombres y mujeres de nuestro
tiempo el rostro de Dios.
(Ángelus Domini)
Queridos hermanos y hermanas:
Desde este lugar, quiero asegurar mi oración por
cada uno de los países de Latinoamérica, y de manera especial por la vecina
Venezuela. Expreso mi cercanía a cada uno de los hijos e hijas de esa amada
nación, como también a los que han encontrado en esta tierra colombiana un
lugar de acogida.
Desde esta ciudad, sede de los derechos humanos,
hago un llamamiento para que se rechace todo tipo de violencia en la vida
política y se encuentre una solución a la grave crisis que se está viviendo y
afecta a todos, especialmente a los más pobres y desfavorecidos de la sociedad.
Que la Virgen Santísima interceda por todas las necesidades del mundo y de cada
uno de sus hijos.
Saludo a todos los presentes, venidos de diferentes
lugares, como también a los que siguen esta visita por la radio y la
televisión. A todos os deseo un feliz domingo. Por favor, no se olviden de
rezar por mí.
Ahora veamos la Virgen del Carmen, que el Santo
Padre, va a bendecir en la Bahía de Cartagena:
Con quince metros
de altura, cerca de 20 toneladas de mármol empleadas, un niño en brazos de 4
metros de altura y 600 millones de pesos invertidos, la escultura de la Virgen
del Carmen regresó a la Bahía de Cartagena el pasado 6 de junio para continuar
con una tradición de más de 30 años que había sido interrumpida tras el
desplome de la imagen en agosto de 2015.
La emblemática
figura, cuyas piezas en mármol blanco italiano cayeron al fondo del agua en una
fuerte lluvia fue recuperada del fondo marino en una operación coordinada con
la Armada Nacional.
El análisis de las
piezas de la escultura descartó que un rayo la hubiera destruido como se afirmó
por largo tiempo. El arquitecto restaurador Mateo Santander explicó que
se emplearon técnicas que garantizaran las condiciones originales de la
figura. La parte inferior, donde se ubican los pies y el vestido, tuvo
que ser rearmada en su totalidad pues estaban destruidas. “La imagen está
seccionada en tres grandes partes, como piezas independientes que no tuvieron
que ser pegadas pues se sostienen por la gravedad”.
La obra de
restauración fue posible por las gestiones de monseñor Jorge Enrique Jiménez y
el apoyo decidido de la Armada Nacional y de la Fundación Puerto de Cartagena.
Por su parte el almirante
Evelio Ramírez, comandante de la Fuerza Naval del Caribe, recordó que el
almirante Leonardo Santamaría como director de la Armada Nacional, dio el
impulso para que la institución estuviera al servicio de toda la logística que
requirió la obra.
Historia
del monumento
Con motivo de la
fiesta de la Virgen del Carmen, el 16 de julio de 1946, ocurrió en Cartagena
una bella procesión. En el sermón de clausura estuvo a cargo del padre Rafael
García Herreros, desde los balcones de la actual alcaldía Municipal, cerca de
la Plaza de la Inquisición, lanzó la idea de erigir en plena bahía una colosal
imagen de Nuestra Señora, la Virgen del Mar.
Se creó una Junta
pro-monumento empezó a reunirse cada semana en la sacristía del convento de
Santo Domingo, donde entonces funcionaba el Seminario Conciliar.
Por medio de Manuel
Mainero, cónsul italiano en Cartagena, y representante de la compañía naviera
“Italian Line” se gestionó la elaboración de una imagen de mármol, con la firma
U. Luisi Heredi, escultores de Pietra Santa, población de Italia cerca de
Pizza.
La inauguración se
realizó el 16 de julio de 1958. Ese día una multitud, encabezada por el
arzobispo José Ignacio López, cantó alabanzas a la Virgen en una impresionante
procesión que salió desde la Catedral y llegó hasta las murallas por la avenida
del arsenal.
El papa Francisco
realiza en Contecar, Cartagena, la última misa de su visita apostólica a Colombia.
Después de la Homilía será trasladado en helicóptero al aeropuerto Rafael
Núñez, desde donde partirá hacia Roma.
De esta manera
terminan cinco días de gira papal en los que se han registrado los más emotivos
momentos, se han escuchado frases contundentes, pero sobre todo se ha visto un
pontífice vigoroso, cercano a los fieles y sobre todo a los más desvalidos.
“Dignidad de la
Persona y derechos humanos”
En esta ciudad, que
ha sido llamada «la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad
conseguida, celebro la última Eucaristía de este viaje a Colombia. También,
desde hace 32 años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos
Humanos porque aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero
formado por los sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corberó, Alonso de Sandoval
y el Hermano Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de
Cartagena de Indias en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la
situación de los oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por
quienes clamaron por el buen trato y la libertad» (Congreso de Colombia 1985,
ley 95, art. 1).
Aquí, en el Santuario
de san Pedro Claver, donde de modo continuo y sistemático se da el encuentro,
la reflexión y el seguimiento del avance y vigencia de los derechos humanos en
Colombia, la Palabra de Dios nos habla de perdón, corrección, comunidad y
oración.
En el cuarto sermón
del Evangelio de Mateo, Jesús nos habla a nosotros, a los que hemos decidido
apostar por la comunidad, a quienes valoramos la vida en común y soñamos con un
proyecto que incluya a todos. El texto que precede es el del pastor bueno que
deja las 99 ovejas para ir tras la pérdida, y ese aroma perfuma todo el
discurso: no hay nadie lo suficientemente perdido que no merezca nuestra
solicitud, nuestra cercanía y nuestro perdón. Desde esta perspectiva, se
entiende entonces que una falta, un pecado cometido por uno, nos interpele a
todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del pecado del hermano; ese
está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañó no se pierda.
En estos días escuché
muchos testimonios de quienes han salido al encuentro de personas que les
habían dañado. Heridas terribles que pude contemplar en sus propios cuerpos;
pérdidas irreparables que todavía se siguen llorando, sin embargo han salido,
han dado el primer paso en un camino distinto a los ya recorridos. Porque
Colombia hace décadas que a tientas busca la paz y, como enseña Jesús, no ha
sido suficiente que dos partes se acercaran, dialogaran; ha sido necesario que
se incorporaran muchos más actores a este diálogo reparador de los pecados. «Si
no te escucha, busca una o dos personas más» (Mt 18,15), nos dice el Señor en
el Evangelio.
Hemos aprendido que
estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de
delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos
de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos
institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús
encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las
partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la
experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados,
para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de
memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso,
es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite.
No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría
ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de
un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 239).
Nosotros podemos
hacer un gran aporte a este paso nuevo que quiere dar Colombia. Jesús nos
señala que este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo
de a dos. Nada podrá reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso
colectivo nos exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las
heridas hondas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se
haga justicia, se dé posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño
sea convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan
esos crímenes. Pero eso sólo nos deja en la puerta de las exigencias
cristianas. A nosotros se nos exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a
la cultura de la muerte, de la violencia, respondemos con la cultura de la
vida, del encuentro. Nos lo decía ya ese escritor tan de ustedes, tan de todos:
«Este desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una
educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país
enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a
los otros... una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la
inmensa energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para
destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación»
(Gabriel García Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).
¿Cuánto hemos
accionado en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido, permitiendo
que la barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo? Jesús nos manda
a confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de vida que dañan el
cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se «normalizan»
procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se alce ni
nuestras manos acusen proféticamente! Al lado de san Pedro Claver había
millares de cristianos, consagrados muchos de ellos; sólo un puñado inició una
corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo restaurar la dignidad y
la esperanza de centenares de millares de negros y de esclavos que llegaban en
condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor, con todas sus esperanzas
perdidas. No poseía títulos académicos de renombre; más aún, se llegó a afirmar
que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio» de vivir cabalmente el
Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban sólo un deshecho.
Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la Compañía de Jesús
fue seguida por santa María Bernarda Bütler, que dedicó su vida al servicio de
pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena.1
En el encuentro entre
nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida para que vuelva a
ser auténticamente humana. «La casa común de todos los hombres debe continuar
levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el
respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de
los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos,
de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables
porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa
común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una
cierta sacralidad de la naturaleza creada» (Discurso a las Naciones Unidas, 25
septiembre 2015).
También Jesús nos
señala la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar, persista
en su mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados que
hieren la convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la
droga, con la que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles, en
la devastación de los recursos naturales y en la contaminación; en la tragedia
de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en
la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y
demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la
pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día
cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el
futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos
contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas
partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes
con los que se especula indignamente en la ilegalidad» (Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2014, 8), e incluso en una «aséptica legalidad» pacifista que
no tiene en cuenta la carne del hermano, la carne de Cristo. También para esto
debemos estar preparados, y sólidamente asentados en principios de justicia que
en nada disminuyen la caridad. No es posible convivir en paz sin hacer nada con
aquello que corrompe la vida y atenta contra ella. A este respecto, recordamos
a todos aquellos que, con valentía y de forma incansable, han trabajado y hasta
han perdido la vida en la defensa y protección de los derechos de la persona
humana y su dignidad. Como a ellos, la historia nos pide asumir un compromiso
definitivo en defensa de los derechos humanos, aquí, en Cartagena de Indias,
lugar que ustedes han elegido como sede nacional de su tutela.
Finalmente Jesús nos
pide que recemos juntos; que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales,
distintas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor. Estoy
seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que estuvieron
errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza, por la
reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema de
esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una
dirección común.
«Dar el primer paso»
es, sobre todo, salir al encuentro de los demás con Cristo, el Señor. Y Él nos
pide siempre dar un paso decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la
pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar. Si Colombia
quiere una paz estable y duradera, tiene que dar urgentemente un paso en esta
dirección, que es aquella del bien común, de la equidad, de la justicia, del
respeto de la naturaleza humana y de sus exigencias. Sólo si ayudamos a desatar
los nudos de la violencia, desenredaremos la compleja madeja de los
desencuentros: se nos pide dar el paso del encuentro con los hermanos,
atrevernos a una corrección que no quiere expulsar sino integrar; se nos pide
ser caritativamente firmes en aquello que no es negociable; en definitiva, la
exigencia es construir la paz, «hablando no con la lengua sino con manos y
obras» (san Pedro Claver), y levantar juntos los ojos al cielo: Él es capaz de
desatar aquello que para nosotros pareciera imposible, Él ha prometido
acompañarnos hasta el fin de los tiempos, Él no dejará estéril tanto esfuerzo.
1 También ella tuvo
la inteligencia de la caridad y supo encontrar a Dios en el prójimo; ninguno de
los dos se paralizó ante la injusticia y la dificultad. Porque «ante el
conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara,
se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera
en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las
instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se
vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse
ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo
en el eslabón de un nuevo proceso» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 227).
Monseñor Jorge Enrique Jiménez, Arzobispo de
Cartagena, le expresó un sentido mensaje de agradecimiento al Papa Francisco
por su visita en Colombia y especialmente por estar en la ciudad costera.
En sus palabras de despedida al Sumo Pontífice,
Monseñor Jiménez manifestó su profunda gratitud, “gracias por su
visita, siempre le recordaremos en la oración. Gracias Papa Francisco por estar
hoy aquí, por pasar con nosotros un domingo y por quedarse con nosotros al caer
la tarde”.
“Gracias por darnos esperanza y buen
retorno a la iglesia de Roma” dijo con voz entre
cortada el Arzobispo de Cartagena tras concluirse la celebración litúrgica en
Cartagena.
En sus palabras Monseñor hizo alusión a la
contradicción social que se vive en Cartagena “se conoce la ciudad como
la más desigual de Colombia y en los últimos días ha permeado la corrupción,
pero en el encuentro con Jesús hemos puesto a los pobres en el centro y
deseamos construir una sociedad más justa y más honrada”.
En medio de estas sentidas palabras Monseñor
entregó un cáliz al Papa Francisco, quien de regreso le entregó otro cáliz para
que sea usado en la arquidiócesis.
El Papa Francisco agradeció a Monseñor por sus
“palabras tan amables, en nombre de los hermanos y de todo el pueblo”.
Sopetrán, Septiembre 10 del 2017.
Darío Sevillano Álvarez.
No he leído algo tan completo, analizando la visita del Papa a Colombia. Mi felicitación, Darío. Felicitaciones. Un fuerte abrazo.
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