domingo, 10 de septiembre de 2017

Aspectos humanos y pastorales de la visita del Papa Francisco.


Una bendición del altísimo.


Aunque algunos ciudadanos de la tierra, no han simpatizado mucho, con la personalidad del Papa Francisco I, por aquello de que se salió de muchos protocolos antiguos, del régimen eclesiástico, y se viene alineando por los caminos de la sencillez, la bondad, la tranquilidad para resolver los problemas que la Iglesia Católica, había diseñado a lo largo de veinte siglos, y lo más importante, trata de convertirla, en una entidad menos problemática, para pertenecer a ella, tal vez aplicando la norma del antiguo: Tantum Ergo, cuando anuncia: 
Que los viejos ritos, terminen y que empiecen las nuevas normas; para mí, es un Papa con una personalidad de mucho peso; con una alta dosis de bondad, para manejar a todos aquellos que se atraviesan en su camino pastoral; y posee una seguridad impresionante cuando se dirige a sus congéneres, que lo hacen un personaje supremamente carismático.

Cuando le miramos su rostro, lleno de paz interior, con una mirada que penetra lo más profundo de nuestros espíritus, con el carisma de sus ojos de un azul verdoso, nos muestra la sencillez de su labor pastoral y parece que estuviera diciendo: 
Te conozco, tu eres mi hermano en Jesucristo, conversemos de tú a tú, como dos personas comunes y corrientes.
Con esta pequeña presentación de Nuestro Sumo Pontífice, entremos en materia con aquello de la especial visita que nos acaba de hacer a los colombianos y que seguramente, dejará efectos duraderos en todos los corazones.
Este viaje fue anunciado todo el año, y los preparativos se vinieron haciendo con paciencia y muchas ganas, porque una gran mayoría del pueblo colombiano lo aprecia y lo siente como su Pastor.
El viaje estaba programado para las 11,00, hora local de Roma, para volar 9.825 kilómetros, por espacio de 12 horas para llegar a Bogotá.
El Papa y su comitiva, entraron por un lugar especial y los periodistas que lo iban a acompañar, entraron por otro lado.
El único percance que tuvo el avión Pastor I, un Airbus A 330, de la compañía Alitalia, en su vuelo AZ 4000, fue un ligero desvío de su ruta, para desquitarle un poco al huracán: Irma, pero este percance, no generó aumento del tiempo de viaje.
Como buen viajero, el Papa llegó a la hora acordada y tomo posesión de la silla número uno, en donde le habían colocado, al frente una imagen de Nuestra Señora la Virgen de la Bonaria.
 A la 11,47 el Papa llegó al lugar del avión en donde estaban los periodistas y presentó un saludo y unos agradecimientos por todo lo que van a hacer en su viaje a Colombia; también les contó que el vuelo va a pasar por los cielos de Venezuela y que pide una oración especial, para que ese país, recupere la estabilidad democrática.
Estas fueron sus palabras: "Gracias por la compañía y por este trabajo que harán para acompañarme en este viaje que es un poco especial porque es un viaje para ayudar también a Colombia a ir adelante",
Luego, soltó el micrófono y saludó a cada uno en particular y recibió algunos obsequios que cada periodista le llevaba.
Más tarde, regresó a la privacidad y solo lo volvieron a ver, cuando se bajaba del avión en el aeropuerto de Bogotá, que fue a las 4,30 p.m.
El desfase de horas que se aprecia entre las 12 de Italia y las 4 de Colombia, se debe a las diferencias de la hora internacional por el meridiano de Greenwich.
Pero cosa curiosa, los periodistas que con Él venían, no pudieron cubrir el acontecimiento de la llegada, porque a todos los tenían en un bus en el aeropuerto de Catam y solo empezaron su labor cuando el Papa estaba llegando al lugar en donde esta la Nunciatura Apostólica.
Las calles del desfile Papal, estaban atestadas de feligreses, que querían ver pasar a su Pastor en el Papa móvil que le habían ensamblado en Colombia.
 El mapa de este primer día de visita del Papa, es este:
El primer movimiento del día 6 de Septiembre, fue trasladarse a la Nunciatura Apostólica, situada en el sector de Teusaquillo, en donde pasó la noche.
El día 7 de Septiembre, en las horas de la mañana, estuvo en la casa de Nariño, con el Presidente Santos, y el primer saludo a los colombianos, lo hizo desde la plaza de armas de la casa de Nariño.
Estas fueron las palabras conque el Papa saludo a los colombianos:
Las palabras del Papa Francisco en el Palacio de Nariño, dicen mucho para los colombianos:
 “Señor Presidente.
Miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático.
Distinguidas autoridades.
Representantes de la sociedad civil.
Señoras y señores.
Saludo cordialmente al Señor Presidente de Colombia, Doctor Juan Manuel Santos, y le agradezco su amable invitación a visitar esta Nación en un momento particularmente importante de su historia; saludo a los miembros del Gobierno de la República y del Cuerpo Diplomático. Y, en ustedes, representantes de la sociedad civil, quiero saludar afectuosamente a todo el pueblo colombiano, en estos primeros instantes de mi Viaje Apostólico.
Vengo a Colombia siguiendo la huella de mis predecesores, el beato Pablo VI y san Juan Pablo II y, como a ellos, me mueve el deseo de compartir con mis hermanos colombianos el don de la fe, que tan fuertemente arraigó en estas tierras, y la esperanza que palpita en el corazón de todos. Sólo así, con fe y esperanza, se pueden superar las numerosas dificultades del camino y construir un país que sea patria y casa para todos los colombianos.
Colombia es una nación bendecida de muchísimas maneras; la naturaleza pródiga no sólo permite la admiración por su belleza, sino que también invita a un cuidadoso respeto por su biodiversidad. Colombia es el segundo país del mundo en biodiversidad y, al recorrerlo, se puede gustar y ver qué bueno ha sido el Señor (cf. Sal 33,9) al regalarles tan inmensa variedad de flora y fauna en sus selvas lluviosas, en sus páramos, en el Choco´, los farallones de Cali o las sierras como las de la Macarena y tantos otros lugares. Igual de exuberante es su cultura; y lo más importante, Colombia es rica por la calidad humana de sus gentes, hombres y mujeres de espíritu acogedor y bondadoso; personas con tesón y valentía para sobreponerse a los obstáculos.
Este encuentro me ofrece 
la oportunidad para expresar el aprecio por los esfuerzos que se hacen, a lo largo de las últimas décadas, para poner fin a la violencia armada y encontrar caminos de reconciliación. En el último año ciertamente se ha avanzado de modo particular; los pasos dados hacen crecer la esperanza, en la convicción de que la búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos. Trabajo que nos pide no decaer en el esfuerzo por construir la unidad de la nación y, a pesar de los obstáculos, diferencias y distintos enfoques sobre la manera de lograr la convivencia pacífica, persistir en la lucha para favorecer la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común. Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo.
Cuanto más difícil es el camino que conduce a la paz y al entendimiento, más empeño hemos de poner en reconocer al otro, en sanar las heridas y construir puentes, en estrechar lazos y ayudarnos mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
El lema de este país dice: «Libertad y Orden». En estas dos palabras se encierra toda una enseñanza. Los ciudadanos deben ser valorados en su libertad y protegidos por un orden estable. 
No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica. Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta nación por décadas; leyes que no nacen de la exigencia pragmática de ordenar la sociedad sino del deseo de resolver las causas estructurales de la pobreza que generan exclusión y violencia. Sólo así se sana de una enfermedad que vuelve frágil e indigna a la sociedad y la deja siempre a las puertas de nuevas crisis. No olvidemos que la inequidad es la raíz de los males sociales (cf. ibíd., 202).
En esta perspectiva, 
los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad, aquellos que no cuentan para la mayoría y son postergados y arrinconados. Todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de «pura sangre», sino con todos. Y aquí radica la grandeza y belleza de un país, en que todos tienen cabida y todos son importantes. En la diversidad está la riqueza. Pienso en aquel primer viaje de San Pedro Claver desde Cartagena hasta Bogotá surcando el Magdalena: su asombro es el nuestro. Ayer y hoy, posamos la mirada en las diversas etnias y los habitantes de las zonas más lejanas, los campesinos. La detenemos en los más débiles, en los que son explotados y maltratados, aquellos que no tienen voz porque se les ha privado de ella o no se les ha dado, o no se les reconoce. También detenemos la mirada en la mujer, su aporte, su talento, su ser «madre» en las múltiples tareas. Colombia necesita la participación de todos para abrirse al futuro con esperanza.La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la paz, la justicia y el bien de todos. Es consciente de que los principios evangélicos constituyen una dimensión significativa del tejido social colombiano, y por eso pueden aportar mucho al crecimiento del país; en especial, el respeto sagrado a la vida humana, sobre todo la más débil e indefensa, es una piedra angular en la construcción de una sociedad libre de violencia. Además, no podemos dejar de destacar la importancia social de la familia, soñada por Dios como el fruto del amor de los esposos, «lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros» (ibíd., 66). Y, por favor, les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes. En ellos se aprenden verdaderas lecciones de vida, de humanidad, de dignidad. Porque ellos, que entre cadenas gimen, sí que comprenden las palabras del que murió en la cruz —como dice la letra de vuestro himno nacional—.
Señoras y señores, 
tienen delante de sí una hermosa y noble misión, que es al mismo tiempo una difícil tarea. Resuena en el corazón de cada colombiano el aliento del gran compatriota Gabriel García Márquez: «Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera». Es posible entonces, continúa el escritor, «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra» (Discurso de aceptación del premio Nobel, 1982).Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza... La soledad de estar siempre enfrentados ya se cuenta por décadas y huele a cien años; no queremos que cualquier tipo de violencia restrinja o anule ni una vida más. Y quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso; este viaje quiere ser un aliciente para ustedes, un aporte que en algo allane el camino hacia la reconciliación y la paz.Están presentes en mis oraciones. Rezo por ustedes, por el presente y por el futuro de Colombia.
 Después de una corta reunión con el presidente Santos, se dirigió al Palacio Cardenalicio, para bendecir a los feligreses colombianos; y luego se trasladó, en el papa móvil, hasta la plaza de Bolívar, para ingresar en la Catedral Primada; en las escalinatas de la Catedral, lo espera el Alcalde Peñalosa, para entregarle las llaves de la ciudad; seguidamente entró a la Catedral, en donde lo esperaban unos 2.000 invitados y allí se dirigió al lugar en donde estaba Nuestra Señora de Chiquinquirá, que fue traslada hace ocho días, para que el Papa la pueda venerar, como Patrona de Colombia; acto seguido, pasó a un costado de la Catedral, en la capilla del Santísimo Sacramento, para conversar con el dueño de casa y con los altos dignatarios de la Iglesia Católica en Colombia; luego ingresó al Palacio Arzobispal, para dirigirse a todos los obispos y allí pronuncio una frase muy célebre:  "Ustedes no son políticos, son pastores"; y terminó con unas palabras que resonarán por muchos años en la Iglesia Católica y por esa razón me atrevo a publicarlas textualmente:

“La paz esté con ustedes:

Así saludó el Resucitado a su pequeña grey después de haber vencido a la muerte, así consiéntanme que los salude al inicio de mi viaje.

Agradezco las palabras de bienvenida. Estoy contento porque los primeros pasos que doy en este País me llevan a encontrarlos a ustedes, obispos de Colombia, para abrazar en ustedes a toda la Iglesia colombiana y para estrechar a su gente en mi corazón de Sucesor de Pedro. Les agradezco muchísimo su ministerio episcopal, que les ruego continúen realizándolo con renovada generosidad. Un saludo particular dirijo a los obispos eméritos, animándolos a seguir sosteniendo, con la oración y con la presencia discreta, a la Esposa de Cristo por la cual se han entregado generosamente.

Vengo para anunciar a Cristo y para cumplir en su nombre un itinerario de paz y reconciliación. ¡Cristo es nuestra paz! ¡Él nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros!

Estoy convencido de que Colombia tiene algo de original que llama fuertemente la atención: no ha sido nunca una meta completamente realizada, ni un destino totalmente acabado, ni un tesoro totalmente poseído. Su riqueza humana, sus vigorosos recursos naturales, su cultura, su luminosa síntesis cristiana, el patrimonio de su fe y la memoria de sus evangelizadores, la alegría gratuita e incondicional de su gente, la impagable sonrisa de su juventud, su original fidelidad al Evangelio de Cristo y a su Iglesia y, sobre todo, su indomable coraje de resistir a la muerte, no sólo anunciada sino muchas veces sembrada: todo esto se sustrae, digamos se esconde, a aquellos que se presentan como forasteros hambrientos de adueñársela y, en cambio, se brinda generosamente a quien toca su corazón con la mansedumbre del peregrino. Así es Colombia.

Por esto, como peregrino, me dirijo a su Iglesia. De ustedes soy hermano, deseoso de compartir a Cristo Resucitado para quien ningún muro es perenne, ningún miedo es indestructible, ninguna plaga es incurable.

No soy el primer Papa que les habla en su casa. Dos de mis más grandes Predecesores han sido huéspedes aquí: el beato Pablo VI, que vino apenas concluyó el Concilio Vaticano II para animar la realización colegial del misterio de la Iglesia en América Latina; y san Juan Pablo II en su memorable visita apostólica de 1986. Las palabras de ambos son un recurso permanente, las indicaciones que delinearon y la maravillosa síntesis que ofrecieron sobre nuestro ministerio episcopal constituyen un patrimonio para custodiar. Quisiera que cuanto les diga sea recibido en continuidad con lo que ellos han enseñado.

Custodios y sacramento del primer paso. 

«Dar el primer paso» es el lema de mi visita y también para ustedes este es mi primer mensaje. Bien saben que Dios es el Señor del primer paso. Él siempre nos premiará. Toda la Sagrada Escritura habla de Dios como exiliado de sí mismo por amor. Ha sido así cuando sólo había tinieblas, caos y, saliendo de sí, Él hizo que todo viniese a ser (cf. Gn 1.2,4); ha sido así cuando en el jardín de los orígenes Él se paseaba, dándose cuenta de la desnudez de su creatura (cf. Gn 3,8-9); ha sido así cuando, peregrino, Él se alojó en la tienda de Abraham, dejándole la promesa de una inesperada fecundidad (cf. Gn 18,1-10); ha sido así cuando se presentó a Moisés encantándolo, cuando ya no tenía otro horizonte que pastorear las ovejas de su suegro (cf. Ex, 3,1-2); ha sido así cuando no quitó de su mirada a su amada Jerusalén, aun cuando se prostituía en la vereda de la infidelidad (cf. Ez 16,15); ha sido así cuando migró con su gloria hacia su pueblo exiliado en la esclavitud (cf. Ez 10,18-19).

Y, en la plenitud del tiempo, quiso revelar el verdadero nombre del primer paso, de su primer paso. Se llama Jesús y es un paso irreversible. Proviene de la libertad de un amor que todo lo precede. Porque el Hijo, Él mismo, es la expresión viva de dicho amor. Aquellos que lo reconocen y lo acogen reciben en herencia el don de ser introducidos en la libertad de poder cumplir siempre en Él ese primer paso, no tienen miedo de perderse si salen de sí mismos, porque llevan la fianza del amor emanado del primer paso de Dios, una brújula que no les consiente perderse.

Cuiden pues, con santo temor y conmoción, ese primer paso de Dios hacia ustedes y, con su ministerio, hacia la gente que les ha sido confiada, en la conciencia de ser sacramento viviente de esa libertad divina que no tiene miedo de salir de sí misma por amor, que no teme empobrecerse mientras se entrega, que no tiene necesidad de otra fuerza que el amor.

Dios nos precede, somos sarmientos y no la vid. Por tanto, no enmudezcan la voz de Aquél que los ha llamado ni se ilusionen en que sea la suma de sus pobres virtudes o los halagos de los poderosos de turno quienes aseguran el resultado de la misión que les ha confiado Dios. Al contrario, mendiguen en la oración cuando no puedan dar ni darse, para que tengan algo que ofrecer a aquellos que se acercan constantemente a sus corazones de pastores. La oración en la vida del obispo es la savia vital que pasa por la vid, sin la cual el sarmiento se marchita volviéndose infecundo. Por tanto, luchen con Dios, y más todavía en la noche de su ausencia, hasta que Él no los bendiga (cf. Gn 32,25-27). Las heridas de esa cotidiana y prioritaria batalla en la oración serán fuente de curación para ustedes; serán heridos por Dios para hacerse capaces de curar.

Hacer visible su identidad de sacramento del primer paso de Dios .

De hecho, hacer tangible la identidad de sacramento del primer paso de Dios exigirá un continuo éxodo interior. «No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor» (San Agustín, De catechizandis rudibus, liber I, 4.7, 26: PL 40), y, por tanto, ningún ámbito de la misión episcopal puede prescindir de esta libertad de cumplir el primer paso. La condición de posibilidad para el ejercicio del ministerio apostólico es la disposición a acercarse a Jesús dejando atrás «lo que fuimos, para que seamos lo que no éramos» (Id., Enarr. in psal., 121,12: PL 36).

Les recomiendo vigilar no sólo individualmente sino colegialmente, dóciles al Espíritu Santo, sobre este permanente punto de partida. Sin este núcleo languidecen los rasgos del Maestro en el rostro de los discípulos, la misión se atasca y disminuye la conversión pastoral, que no es otra cosa que rescatar aquella urgencia de anunciar el Evangelio de la alegría hoy, mañana y pasado mañana (cf. Lc 13,33), premura que devoró el Corazón de Jesús dejándolo sin nido ni resguardo, reclinado solamente en el cumplimiento hasta el final de la voluntad del Padre (cf. Lc 9,58.62). ¿Qué otro futuro podemos perseguir? ¿A qué otra dignidad podemos aspirar?

No se midan con el metro de aquellos que quisieran que fueran sólo una casta de funcionarios plegados a la dictadura del presente. Tengan, en cambio, siempre fija la mirada en la eternidad de Aquél que los ha elegido, prontos a acoger el juicio decisivo de sus labios.

En la complejidad del rostro de esta Iglesia colombiana, es muy importante preservar la singularidad de sus diversas y legítimas fuerzas, las sensibilidades pastorales, las peculiaridades regionales, las memorias históricas, las riquezas de las propias experiencias eclesiales. Pentecostés consiente que todos escuchen en la propia lengua. Por ello, busquen con perseverancia la comunión entre ustedes. No se cansen de construirla a través del diálogo franco y fraterno, condenando como peste las agendas encubiertas. Sean premurosos en cumplir el primer paso, del uno para con el otro. Anticípense en la disposición de comprender las razones del otro. Déjense enriquecer de lo que el otro les puede ofrecer y construyan una Iglesia que ofrezca a este País un testimonio elocuente de cuánto se puede progresar cuando se está dispuesto a no quedarse en las manos de unos pocos. El rol de las Provincias Eclesiásticas en relación al mismo mensaje evangelizador es fundamental, porque son diversas y armonizadas las voces que lo proclaman. Por esto, no se contenten con un mediocre compromiso mínimo que deje a los resignados en la tranquila quietud de la propia impotencia, a la vez que domestica aquellas esperanzas que exigirían el coraje de ser encauzadas más sobre la fuerza de Dios que sobre la propia debilidad.

Reserven una particular sensibilidad hacia las raíces afro-colombianas de su gente, que tan generosamente han contribuido a plasmar el rostro de esta tierra.

Tocar la carne del cuerpo de Cristo. 

Los invito a no tener miedo de tocar la carne herida de la propia historia y de la historia de su gente. Háganlo con humildad, sin la vana pretensión de protagonismo, y con el corazón indiviso, libre de compromisos o servilismos. Sólo Dios es Señor y a ninguna otra causa se debe someter nuestra alma de pastores.

Colombia tiene necesidad de su mirada propia de obispos, para sostenerla en el coraje del primer paso hacia la paz definitiva, la reconciliación, hacia la abdicación de la violencia como método, la superación de las desigualdades que son la raíz de tantos sufrimientos, la renuncia al camino fácil pero sin salida de la corrupción, la paciente y perseverante consolidación de la «res publica» que requiere la superación de la miseria y de la desigualdad.

Se trata de una tarea ardua pero irrenunciable, los caminos son empinados y las soluciones no son obvias. Desde lo alto de Dios, que es la cruz de su Hijo, obtendrán la fuerza; con la lucecita humilde de los ojos del Resucitado recorrerán el camino; escuchando la voz del Esposo que susurra en el corazón, recibirán los criterios para discernir de nuevo, en cada incertidumbre, la justa dirección.

Uno de sus ilustres literatos escribió hablando de uno de sus míticos personajes: «No imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla» (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, capítulo 9). Todos sabemos que la paz exige de los hombres un coraje moral diverso. La guerra sigue lo que hay de más bajo en nuestro corazón, la paz nos impulsa a ser más grandes que nosotros mismos. En seguida, el escritor añadía: «No entendía que hubiera necesitado tantas palabras para explicar lo que se sentía en la guerra, si con una sola bastaba: miedo» (ibíd., cap. 15). No es necesario que les hable de ese miedo, raíz envenenada, fruto amargo y herencia nefasta de cada contienda. Quiero animarlos a seguir creyendo que se puede hacer de otra manera, recordando que no han recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; el mismo Espíritu atestigua que son hijos destinados a la libertad de la gloria a ellos reservada (cf. Rm 8,15-16).

Ustedes ven con los propios ojos y conocen como pocos la deformación del rostro de este País, son custodios de las piezas fundamentales que lo hacen uno, no obstante sus laceraciones. Precisamente por esto, Colombia tiene necesidad de ustedes para reconocerse en su verdadero rostro cargado de esperanza a pesar de sus imperfecciones, para perdonarse recíprocamente no obstante las heridas no del todo cicatrizadas, para creer que se puede hacer otro camino aun cuando la inercia empuja a repetir los mismos errores, para tener el coraje de superar cuanto la puede volver miserable a pesar de sus tesoros.

Los animo, pues, a no cansarse de hacer de sus Iglesias un vientre de luz, capaz de generar, aun sufriendo pobreza, las nuevas creaturas que esta tierra necesita. Hospédense en la humildad de su gente para darse cuenta de sus secretos recursos humanos y de fe, escuchen cuánto su despojada humanidad brama por la dignidad que solamente el Resucitado puede conferir. No tengan miedo de migrar de sus aparentes certezas en búsqueda de la verdadera gloria de Dios, que es el hombre viviente.

La palabra de la reconciliación. 

Muchos pueden contribuir al desafío de esta Nación, pero la misión de ustedes es singular. Ustedes no son técnicos ni políticos, son pastores. Cristo es la palabra de reconciliación escrita en sus corazones y tienen la fuerza de poder pronunciarla no solamente en los púlpitos, en los documentos eclesiales o en los artículos de periódicos, sino más bien en el corazón de las personas, en el secreto sagrario de sus conciencias, en el calor esperanzado que los atrae a la escucha de la voz del cielo que proclama «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). Ustedes deben pronunciarla con el frágil, humilde, pero invencible recurso de la misericordia de Dios, la única capaz de derrotar la cínica soberbia de los corazones autorreferenciales.

A la Iglesia no le interesa otra cosa que la libertad de pronunciar esta Palabra. No sirven alianzas con una parte u otra, sino la libertad de hablar a los corazones de todos. Precisamente allí tienen la autonomía para inquietar, allí tienen la posibilidad de sostener un cambio de ruta.

El corazón humano, muchas veces engañado, concibe el insensato proyecto de hacer de la vida un continuo aumento de espacios para depositar lo que acumula. Precisamente aquí es necesario que resuene la pregunta: ¿De qué sirve ganar el mundo entero si queda el vacío en el alma? (cf. Mt 16,26).

De sus labios de legítimos pastores de Cristo, tal cual ustedes son, Colombia tiene el derecho de ser interpelada por la verdad de Dios, que repite continuamente: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Es un interrogatorio que no puede ser silenciado, aun cuando quien lo escucha no puede más que abajar la mirada, confundido, y balbucir la propia vergüenza por haberlo vendido, quizás, al precio de alguna dosis de estupefaciente o alguna equívoca concepción de razón de Estado, tal vez por la falsa conciencia de que el fin justifica los medios.

Les ruego tener siempre fija la mirada sobre el hombre concreto. No sirvan a un concepto de hombre, sino a la persona humana amada por Dios, hecha de carne, huesos, historia, fe, esperanza, sentimientos, desilusiones, frustraciones, dolores, heridas, y verán que esa concreción del hombre desenmascara las frías estadísticas, los cálculos manipulados, las estrategias ciegas, las falseadas informaciones, recordándoles que «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).

Una Iglesia en misión. 

Teniendo en cuenta el generoso trabajo pastoral que ya desarrollan, permítanme ahora que les presente algunas inquietudes que llevo en mi corazón de pastor, deseoso de exhortarles a ser cada vez más una Iglesia en misión. Mis Predecesores ya han insistido sobre varios de estos desafíos: la familia y la vida, los jóvenes, los sacerdotes, las vocaciones, los laicos, la formación. Los decenios transcurridos, no obstante el ingente trabajo, quizás han vuelto aún más fatigosas las respuestas para hacer eficaz la maternidad de la Iglesia en el generar, alimentar y acompañar a sus hijos.

Pienso en las familias colombianas, en la defensa de la vida desde el vientre materno hasta su natural conclusión, en la plaga de la violencia y del alcoholismo, no raramente extendida en los hogares, en la fragilidad del vínculo matrimonial y la ausencia de los padres de familia con sus trágicas consecuencias de inseguridad y orfandad. Pienso en tantos jóvenes amenazados por el vacío del alma y arrastrados en la fuga de la droga, en el estilo de vida fácil, en la tentación subversiva. Pienso en los numerosos y generosos sacerdotes y en el desafío de sostenerlos en la fiel y cotidiana elección por Cristo y por la Iglesia, mientras algunos otros continúan propagando la cómoda neutralidad de aquellos que nada eligen para quedarse con la soledad de sí mismos. Pienso en los fieles laicos esparcidos en todas las Iglesias particulares, resistiendo fatigosamente para dejarse congregar por Dios que es comunión, aun cuando no pocos proclaman el nuevo dogma del egoísmo y de la muerte de toda solidaridad. Pienso en el inmenso esfuerzo de todos para profundizar la fe y hacerla luz viva para los corazones y lámpara para el primer paso.

No les traigo recetas ni intento dejarles una lista de tareas. Con todo quisiera rogarles que, al realizar en comunión su gravosa misión de pastores de Colombia, conserven la serenidad. Bien saben que en la noche el maligno continúa sembrando cizaña, pero tengan la paciencia del Señor del campo, confiándose en la buena calidad de sus granos. Aprendan de su longanimidad y magnanimidad. Sus tiempos son largos porque es inconmensurable su mirada de amor. Cuando el amor es reducido el corazón se vuelve impaciente, turbado por la ansiedad de hacer cosas, devorado por el miedo de haber fracasado. Crean sobre todo en la humildad de la semilla de Dios. Fíense de la potencia escondida de su levadura. Orienten el corazón sobre la preciosa fascinación que atrae y hace vender todo con tal de poseer ese divino tesoro.

De hecho, ¿qué otra cosa más fuerte pueden ofrecer a la familia colombiana que la fuerza humilde del Evangelio del amor generoso que une al hombre y a la mujer, haciéndolos imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, transmisores y guardianes de la vida? Las familias tienen necesidad de saber que en Cristo pueden volverse árbol frondoso capaz de ofrecer sombra, dar fruto en todas las estaciones del año, anidar la vida en sus ramas. Son tantos hoy los que homenajean árboles sin sombra, infecundos, ramas privadas de nidos. Que para ustedes el punto de partida sea el testimonio alegre de que la felicidad está en otro lugar.

¿Qué cosa pueden ofrecer a sus jóvenes? Ellos aman sentirse amados, desconfían de quien los minusvalora, piden coherencia limpia y esperan ser involucrados. Recíbanlos, por tanto, con el corazón de Cristo y ábranles espacios en la vida de sus Iglesias. No participen en ninguna negociación que malvenda sus esperanzas. No tengan miedo de alzar serenamente la voz para recordar a todos que una sociedad que se deja seducir por el espejismo del narcotráfico se arrastra a sí misma en esa metástasis moral que mercantiliza el infierno y siembra por doquier la corrupción y, al mismo tiempo, engorda los paraísos fiscales.

¿Qué cosa pueden dar a sus sacerdotes? El primer don es aquel de su paternidad que asegure que la mano que los ha generado y ungido no se ha retirado de sus vidas. Vivimos en la era de la informática y no nos es difícil alcanzar a nuestros sacerdotes en tiempo real mediante algún programa de mensajes. Pero el corazón de un padre, de un obispo, no puede limitarse a la precaria, impersonal y externa comunicación con su presbiterio. No se puede apartar del corazón del obispo la inquietud sobre dónde viven sus sacerdotes. ¿Viven de verdad según Jesús? ¿O se han improvisado otras seguridades como la estabilidad económica, la ambigüedad moral, la doble vida o la ilusión miope de la carrera? Los sacerdotes precisan, con necesidad y urgencia vital, de la cercanía física y afectiva de su obispo. Requieren sentir que tienen padre.

Sobre las espaldas de los sacerdotes frecuentemente pesa la fatiga del trabajo cotidiano de la Iglesia. Ellos están en primera línea, continuamente circundados de la gente que, abatida, busca en ellos el rostro del pastor. La gente se acerca y golpea a sus corazones. Ellos deben dar de comer a la multitud y el alimento de Dios no es nunca una propiedad de la cual se puede disponer sin más. Al contrario, proviene solamente de la indigencia puesta en contacto con la bondad divina. Despedir a la muchedumbre y alimentarse de lo poco que uno puede indebidamente apropiarse es una tentación permanente (cf. Lc 9,13).

Vigilen por tanto sobre las raíces espirituales de sus sacerdotes. Condúzcanlos continuamente a aquella Cesárea de Filipo donde, desde los orígenes del Jordán de cada uno, puedan sentir de nuevo la pregunta de Jesús: ¿Quién soy yo para ti? La razón del gradual deterioro que muchas veces lleva a la muerte del discípulo siempre está en un corazón que ya no puede responder: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mt 16,13-16). De aquí se debilita el coraje de la irreversibilidad del don de sí, y deriva también la desorientación interior, el cansancio de un corazón que ya no sabe acompañar al Señor en su camino hacia Jerusalén.

Cuiden especialmente el itinerario formativo de sus sacerdotes, desde el nacimiento de la llamada de Dios en sus corazones. La nueva Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, recientemente publicada, es un valioso recurso, aún por aplicar, para que la Iglesia colombiana esté a la altura del don de Dios que nunca ha dejado de llamar al sacerdocio a tantos de sus hijos.

No descuiden, por favor, la vida de los consagrados y consagradas. Ellos y ellas constituyen la bofetada kerigmática a toda mundanidad y son llamados a quemar cualquier resaca de valores mundanos en el fuego de las bienaventuranzas vividas sin glosa y en el total abajamiento de sí mismos en el servicio. No los consideren como «recursos de utilidad» para las obras apostólicas; más bien, sepan ver en ellos el grito del amor consagrado de la Esposa: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20).

Reserven la misma preocupación formativa a sus laicos, de los cuales depende no sólo la solidez de las comunidades de fe, sino gran parte de la presencia de la Iglesia en el ámbito de la cultura, de la política, de la economía. Formar en la Iglesia significa ponerse en contacto con la fe viviente de la Comunidad viva, introducirse en un patrimonio de experiencias y de respuestas que suscita el Espíritu Santo, porque Él es quien enseña todas las cosas (cf. Jn 14,26).

Un pensamiento quisiera dirigir a los desafíos de la Iglesia en la Amazonia, región de la cual con razón están orgullosos, porque es parte esencial de la maravillosa biodiversidad de este País. La Amazonia es para todos nosotros una prueba decisiva para verificar si nuestra sociedad, casi siempre reducida al materialismo y pragmatismo, está en grado de custodiar lo que ha recibido gratuitamente, no para desvalijarlo, sino para hacerlo fecundo. Pienso, sobre todo, en la arcana sabiduría de los pueblos indígenas amazónicos y me pregunto si somos aún capaces de aprender de ellos la sacralidad de la vida, el respeto por la naturaleza, la conciencia de que no solamente la razón instrumental es suficiente para colmar la vida del hombre y responder a sus más inquietantes interrogantes.

Por esto los invito a no abandonar a sí misma la Iglesia en Amazonia. La consolidación de un rostro amazónico para la Iglesia que peregrina aquí es un desafío de todos ustedes, que depende del creciente y consciente apoyo misionero de todas las diócesis colombianas y de su entero clero. He escuchado que en algunas lenguas nativas amazónicas para referirse a la palabra «amigo» se usa la expresión «mi otro brazo». Sean por lo tanto el otro brazo de la Amazonia. Colombia no la puede amputar sin ser mutilada en su rostro y en su alma.


Queridos hermanos:

Los invito ahora a dirigirnos espiritualmente a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, cuya imagen han tenido la delicadeza de traer de su Santuario a la magnífica Catedral de esta ciudad para que también yo la pudiera contemplar.

Como bien saben, Colombia no puede darse a sí misma la verdadera Renovación a la que aspira, sino que ésta viene concedida desde lo alto. Supliquémosle al Señor, pues, por medio de la Virgen.

Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de este entero País y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía”.

Por último, salió al balcón del Palacio Arzobispal, para saludar y bendecir a un grupo de jóvenes, que lo esperaba con ansiedad.
A los políticos les hizo estas recomendaciones:
A los políticos, leyes justas.

“Que este esfuerzo (de la paz) nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses solo particulares y a corto plazo”.

“Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta Nación por décadas”.

“Los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad”.
En este Papa móvil el Papa Francisco I, recorrió las calles colombianas, durante su visita Apostólica de cinco especiales días de gracias divinas, para el pueblo colombiano.
Al terminar esta primera jornada, el Papa se dirigió a la Nunciatura, en donde almorzó y descansó, para poder asistir a la Santa Misa, que celebró a las cuatro de la tarde, en el parque Simón Bolívar.
 El Papa Francisco I, desplazándose en el papa móvil.

Parque de Bolívar saturado de feligreses, que acompañaron al Papa Francisco, en la celebración de la Eucaristía.
Frases célebres que pronunció el Papa Francisco I, en la ciudad de Bogotá:
- "La búsqueda de la paz es un trabajo siempre abierto, una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos".

- "Que este esfuerzo nos haga huir de toda tentación de venganza y búsqueda de intereses sólo particulares y a corto plazo".

- "No es la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley, la que es aprobada por todos, quien rige la convivencia pacífica".

- "Los animo a poner la mirada en todos aquellos que hoy son excluidos y marginados por la sociedad... Todos somos necesarios para crear y formar la sociedad. Esta no se hace sólo con algunos de 'pura sangre', sino con todos".

- "Colombia necesita la participación de todos para abrirse al futuro con esperanza".

- "Les pido que escuchen a los pobres, a los que sufren. Mírenlos a los ojos y déjense interrogar en todo momento por sus rostros surcados de dolor y sus manos suplicantes".

- "La Iglesia, en fidelidad a su misión, está comprometida con la paz, la justicia y el bien de todos".

- "Es mucho el tiempo pasado en el odio y la venganza..."

- "Quise venir hasta aquí para decirles que no están solos, que somos muchos los que queremos acompañarlos en este paso (hacia la Paz)".
En el ´tercer día de su visita, el Papa viajó a la ciudad de Villavicencio, que coloquialmente llamamos: Villao.

La celebración especial de la Catedral, para beatificar a dos Sacerdotes colombianos que murieron víctimas de la persecución religiosa, será escuchada por 400.000 feligreses de muchos lugares de Colombia.
El Papa y el Arzobispo Urbina, conversan animadamente, antes de la celebración.

El Papa y el Arzobispo Urbina, conversan animadamente, antes de la celebración.
En esta Eucaristía, el Papa, proclamó Beatos a Monseñor Jesús Emilio Jaramillo Monsalve y al Sacerdote Pedro María Ramírez Ramos.

Después de haber escuchado el parecer de la Congregación de las Causas de los Santos, con Nuestra Autoridad Apostólica declaramos que los Venerables Siervos de Dios Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, del Instituto de Misiones Extranjeras de Yarumal, obispo de Arauca, y Pedro María Ramírez Ramos, sacerdote diocesano, párroco de Armero, mártires, que, como pastores según el corazón de Cristo y coherentes testigos del Evangelio, derramaron la sangre por amor a la grey que les fue confiada", recitó así el papa Francisco, la fórmula de la proclamación durante la misa.
Esta es la homilía correspondiente a la Eucaristía de Beatificación de los dos mártires colombianos:
“Tu nacimiento, Virgen Madre de Dios, es el nuevo amanecer que ha anunciado la alegría a todo el mundo, porque de ti nació el sol de justicia, Cristo, nuestro Dios! (cf. Antífona del Benedictus). La festividad del nacimiento de María proyecta su luz sobre nosotros, así como se irradia la mansa luz del amanecer sobre la extensa llanura colombiana, bellísimo paisaje del que Villavicencio es su puerta, como también en la rica diversidad de sus pueblos indígenas.

María es el primer resplandor que anuncia el final de la noche y, sobre todo, la cercanía del día. Su nacimiento nos hace intuir la iniciativa amorosa, tierna, compasiva, del amor con que Dios se inclina hasta nosotros y nos llama a una maravillosa alianza con Él que nada ni nadie podrá romper.

María ha sabido ser transparencia de la luz de Dios y ha reflejado los destellos de esa luz en su casa, la que compartió con José y Jesús, y también en su pueblo, su nación y en esa casa común a toda la humanidad que es la creación.

En el Evangelio hemos escuchado la genealogía de Jesús (cf. Mt 1,1-17), que no es una simple lista de nombres, sino historia viva, historia de un pueblo con el que Dios ha caminado y, al hacerse uno de nosotros, nos ha querido anunciar que por su sangre corre la historia de justos y pecadores, que nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, sino concreta, una salvación de vida que camina. Esta larga lista nos dice que somos parte pequeña de una extensa historia y nos ayuda a no pretender protagonismos excesivos, nos ayuda a escapar de la tentación de espiritualismos evasivos, a no abstraernos de las coordenadas históricas concretas que nos toca vivir. También integra en nuestra historia de salvación aquellas páginas más oscuras o tristes, los momentos de desolación y abandono comparables con el destierro.

La mención de las mujeres —ninguna de las aludidas en la genealogía tiene la jerarquía de las grandes mujeres del Antiguo Testamento— nos permite un acercamiento especial: son ellas, en la genealogía, las que anuncian que por las venas de Jesús corre sangre pagana, las que recuerdan historias de postergación y sometimiento. En comunidades donde todavía arrastramos estilos patriarcales y machistas es bueno anunciar que el Evangelio comienza subrayando mujeres que marcaron tendencia e hicieron historia.

Y en medio de eso, Jesús, María y José. María con su generoso sí permitió que Dios se hiciera cargo de esa historia. José, hombre justo, no dejó que el orgullo, las pasiones y los celos lo arrojaran fuera de esa luz. Por la forma en que está narrado, nosotros sabemos antes que José lo que le ha sucedido a María, y él toma decisiones mostrando su calidad humana antes de ser ayudado por el ángel y llegar a comprender todo lo que sucedía a su alrededor. La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio.

Este pueblo de Colombia es pueblo de Dios; también aquí podemos hacer genealogías llenas de historias, muchas de amor y de luz; otras de desencuentros, agravios, también de muerte. ¡Cuántos de ustedes pueden narrar destierros y desolaciones!, ¡cuántas mujeres, desde el silencio, han perseverado solas y cuántos hombres de bien han buscado dejar de lado enconos y rencores, queriendo combinar justicia y bondad! ¿Cómo haremos para dejar que entre la luz? ¿Cuáles son los caminos de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuentro.

La reconciliación no es una palabra que debemos considerar abstracta; si esto fuera así, sólo traería esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, cuando vencen esta comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz. Es necesario que algunos se animen a dar el primer paso en tal dirección, sin esperar a que lo hagan los otros. ¡Basta una persona buena para que haya esperanza! No lo olviden: ¡basta una persona buena para que haya esperanza!  ¡Y cada uno de nosotros puede ser esa persona! Esto no significa desconocer o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales. El recurso a la reconciliación concreta no puede servir para acomodarse a situaciones de injusticia. Más bien, como ha enseñado san Juan Pablo II: «Es un encuentro entre hermanos dispuestos a superar la tentación del egoísmo y a renunciar a los intentos de pseudo justicia; es fruto de sentimientos fuertes, nobles y generosos, que conducen a instaurar una convivencia fundada sobre el respeto de cada individuo y los valores propios de cada sociedad civil» (Carta a los obispos de El Salvador, 6 agosto 1982). La reconciliación, por tanto, se concreta y consolida con el aporte de todos, permite construir el futuro y hace crecer esa esperanza. Todo esfuerzo de paz sin un compromiso sincero de reconciliación siempre será un fracaso.

El texto evangélico que hemos escuchado culmina llamando a Jesús el Emmanuel, traducido: el Dios con nosotros. Así es como comienza, y así es como termina Mateo su Evangelio: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos» (28,21). Jesús es el Emmanuel que nace y el Emmanuel que nos acompaña en cada día, el Dios con nosotros que nace y el Dios que camina con nosotros hasta el fin del mundo. Esa promesa se cumple también en Colombia: Mons. Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, Obispo de Arauca, y el sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, mártir de Armero, son signos de ello, la expresión de un pueblo que quiere salir del pantano de la violencia y el rencor.

En este entorno maravilloso, nos toca a nosotros decir sí a la reconciliación concreta; que el sí incluya también a nuestra naturaleza. No es casual que incluso sobre ella hayamos desatado nuestras pasiones posesivas, nuestro afán de sometimiento. Un compatriota de ustedes lo canta con belleza: «Los árboles están llorando, son testigos de tantos años de violencia. El mar está marrón, mezcla de sangre con la tierra» (Juanes, Minas piedras). La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes (cf. Carta enc. Laudato si’, 2). Nos toca decir sí como María y cantar con ella las «maravillas del Señor», porque lo ha prometido a nuestros padres, Él auxilia a todos los pueblos y auxilia a cada pueblo, y auxilia a Colombia que hoy quiere reconciliarse y a su descendencia para siempre”.
A las cuatro de la tarde, el Papa presidió, el Encuentro de Oración por la Reconciliación Nacional; es importante anotar que a este evento lo acompañaron muchos obispos, el Presidente Santos y su digna esposa, muchos miembros de la insurgencia y víctimas de la violencia;  y muchas otras personalidades de la vida nacional e internacional.
 Algunos aspectos importantes de este evento, son:
El evento se realizó en la famosa Maloca.

Víctimas y victimarios del conflicto.

Bendición del Cristo Mocho de Bojayá.


Recordemos que este Cristo presencio la tragedia de las personas que fueron masacradas por los actores armados, cuando se estaban refugiando en el Templo de la ciudad de Bojayá
Estas cuatro personas se dirigieron al papa, dos víctimas y dos victimarios.

Las palabras del Papa Francisco en este evento, fueron conmovedoras.
Este es el texto completo:
“Desde el primer día he deseado que llegara este momento de nuestro encuentro. Ustedes llevan en su corazón y en su carne las huellas de la historia viva y reciente de su pueblo, marcada por eventos trágicos, pero también llena de gestos heroicos, de gran humanidad y de alto valor espiritual de fe y esperanza.

Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3,5). Una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas.

Y estoy aquí no tanto para hablar yo sino para estar cerca de ustedes y mirarlos a los ojos, para escucharlos y abrir mi corazón a vuestro testimonio de vida y de fe. Y si me lo permiten, desearía también abrazarlos y llorar con ustedes, quisiera que recemos juntos y que nos perdonemos ¿yo también tengo que pedir perdón? y que así, todos juntos, podamos mirar y caminar hacia delante con fe y esperanza.

Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas y tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios. Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es «más Cristo» aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.

Agradezco a estos hermanos nuestros que han querido compartir su testimonio, en nombre de tantos otros. ¡Cuánto bien nos hace escuchar sus historias! Estoy conmovido. Son historias de sufrimiento y amargura, pero también y, sobre todo, son historias de amor y perdón que nos hablan de vida y esperanza; de no dejar que el odio, la venganza o el dolor se apoderen de nuestro corazón.

El oráculo final del Salmo 85: «El amor y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se abrazarán» (v.11), es posterior a la acción de gracias y a la súplica donde se le pide a Dios: ¡Restáuranos! Gracias Señor por el testimonio de los que han infligido dolor y piden perdón; los que han sufrido injustamente y perdonan. Esto sólo es posible con tu ayuda y presencia. Eso ya es un signo enorme de que quieres restaurar la paz y la concordia en esta tierra colombiana.

Pastora Mira, tú lo has dicho muy bien: Quieres poner todo tu dolor, y el de miles de víctimas, a los pies de Jesús Crucificado, para que se una al suyo y así sea transformado en bendición y capacidad de perdón para romper el ciclo de violencia que ha imperado en Colombia. Tienes razón:

la violencia engendra más violencia, el odio más odio, y la muerte más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso sólo es posible con el perdón y la reconciliación. Y tú, querida Pastora, y tantos otros como tú, nos han demostrado que es posible. Sí, con la ayuda de Cristo vivo en medio de la comunidad es posible vencer el odio, es posible vencer la muerte, es posible comenzar de nuevo y alumbrar una Colombia nueva. Gracias, Pastora, qué gran bien nos haces hoy a todos con el testimonio de tu vida. Es el crucificado de Bojayá quien te ha dado esa fuerza para perdonar y para amar, y para ayudarte a ver en la camisa que tu hija Sandra Paola regaló a tu hijo Jorge Aníbal, no sólo el recuerdo de sus muertes, sino la esperanza de que la paz triunfe definitivamente en Colombia.

Nos conmueve también lo que ha dicho Luz Dary en su testimonio: que las heridas del corazón son más profundas y difíciles de curar que las del cuerpo. Así es. Y lo que es más importante, te has dado cuenta de que no se puede vivir del rencor, de que sólo el amor libera y construye. Y de esta manera comenzaste a sanar también las heridas de otras víctimas, a reconstruir su dignidad. Este salir de ti misma te ha enriquecido, te ha ayudado a mirar hacia delante, a encontrar paz y serenidad y un motivo para seguir caminando. Te agradezco la muleta que me ofreces. Aunque aún te quedan secuelas físicas de tus heridas, tu andar espiritual es rápido y firme, porque piensas en los demás y quieres ayudarles. Esta muleta tuya es un símbolo de esa otra muleta más importante, y que todos necesitamos, que es el amor y el perdón. Con tu amor y tu perdón estás ayudando a tantas personas a caminar en la vida. Gracias.

Deseo agradecer también el testimonio elocuente de Deisy y Juan Carlos. Nos hicieron comprender que todos, al final, de un modo u otro, también somos víctimas, inocentes o culpables, pero todos víctimas. Todos unidos en esa pérdida de humanidad que supone la violencia y la muerte. Deisy lo ha dicho claro: comprendiste que tú misma habías sido una víctima y tenías necesidad de que se te concediera una oportunidad. Y comenzaste a estudiar, y ahora trabajas para ayudar a las víctimas y para que los jóvenes no caigan en las redes de la violencia y de la droga. También hay esperanza para quien hizo el mal; no todo está perdido. Es cierto que en esa regeneración moral y espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse. Como ha dicho Deisy, se debe contribuir positivamente a sanar esa sociedad que ha sido lacerada por la violencia.

Resulta difícil aceptar el cambio de quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y enriquecerse o para, engañosamente, creer estar defendiendo la vida de sus hermanos. Ciertamente es un reto para cada uno de nosotros confiar en que se pueda dar un paso adelante por parte de aquellos que infligieron sufrimiento a comunidades y a un país entero. Es cierto que en este enorme campo que es Colombia todavía hay espacio para la cizaña. Ustedes estén atentos a los frutos, cuiden el trigo y no pierdan la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24). Aun cuando perduren conflictos, violencia o sentimientos de venganza, no impidamos que la justicia y la misericordia se encuentren en un abrazo que asuma la  historia de dolor de Colombia. Sanemos aquel dolor y acojamos a todo ser humano que cometió delitos, los reconoce, se arrepiente y se compromete a reparar, contribuyendo a la construcción del orden nuevo donde brille la justicia y la paz.

Como ha dejado entrever en su testimonio Juan Carlos, en todo este proceso, largo, difícil, pero esperanzador de la reconciliación, resulta indispensable también asumir la verdad. Es un desafío grande pero necesario. La verdad es una compañera inseparable de la justicia y de la misericordia. Juntas son esenciales para construir la paz y, por otra parte, cada una de ellas impide que las otras sean alteradas y se transformen en instrumentos de venganza sobre quien es más débil. La verdad no debe, de hecho, conducir a la venganza, sino más bien a la reconciliación y al perdón. Verdad es contar a las familias desgarradas por el dolor lo que ha ocurrido con sus parientes desaparecidos. Verdad es confesar qué pasó con los menores de edad reclutados por los actores violentos. Verdad es reconocer el dolor de las mujeres víctimas de violencia y de abusos.

Quisiera, finalmente, como hermano y como padre, decir: Colombia, abre tu corazón de pueblo de Dios y déjate reconciliar. No temas a la verdad ni a la justicia. Queridos colombianos: No tengan temor a pedir y a ofrecer el perdón. No se resistan a la reconciliación para acercarse, reencontrarse como hermanos y superar las enemistades. Es hora de sanar heridas, de tender puentes, de limar diferencias. Es la hora para desactivar los odios, renunciar a las venganzas y abrirse a la convivencia basada en la justicia, en la verdad y en la creación de una verdadera cultura del encuentro fraterno. Que podamos habitar en armonía y fraternidad, como desea el Señor. Pidamos ser constructores de paz, que allá donde haya odio y resentimiento, pongamos amor y misericordia (cf. Oración atribuida a san Francisco de Asís).

Deseo poner todas estas intenciones ante la imagen del crucificado, el Cristo negro de Bojayá:

Oh Cristo negro de Bojayá, que nos recuerdas tu pasión y muerte; junto con tus brazos y pies te han arrancado a tus hijos que buscaron refugio en ti.

Oh Cristo negro de Bojayá, que nos miras con ternura y en tu rostro hay serenidad; palpita también tu corazón para acogernos en tu amor.

Oh Cristo negro de Bojayá, haz que nos comprometamos a restaurar tu cuerpo.

Que seamos tus pies para salir al encuentro del hermano necesitado; tus brazos para abrazar al que ha perdido su dignidad; tus manos para bendecir y consolar al que llora en soledad.

Haz que seamos testigos de tu amor y de tu infinita misericordia”.

Después de las cinco y veinte minutos de la tarde, el Papa visitó en el Parque de los Fundadores, el monumento de la Cruz de la Reconciliación.
Cruz de la Reconciliación.
Parque de los fundadores.


La visita a Medellín se desenvolvió así:

El papa móvil, hizo un carreteo muy rápido por los cuatro costados del aeropuerto, para reponer parte del tiempo que se perdió, por no poder venir del aeropuerto José María Córdova, en helicóptero, porque las condiciones atmosféricas, no lo permitieron.
Lo recibieron millón tres cientos mil feligreses y todos los miembros de la Iglesia católica; también estuvieron presentes las grades autoridades del Departamento y la ciudad.
El Papa recibe algunos obsequios en Medellín.
Las autoridades eclesiásticas, civiles y militares lo saludan.
La misa fue algo muy solemne, miremos algunos aspectos:
Así estaba el aeropuerto Olaya Herrera.

La homilía, fue una verdadera pieza literaria, este es el texto:
“Queridos hermanos y hermanas:

En la misa del jueves en Bogotá escuchábamos el llamado de Jesús a sus primeros discípulos; esta parte del Evangelio de Lucas que comenzó con aquella narración, culmina con el llamado a los Doce. ¿Qué recuerdan los evangelistas entre ambos acontecimientos? Que este camino de seguimiento supuso en los primeros seguidores de Jesús mucho esfuerzo de purificación. Algunos preceptos, prohibiciones y mandatos los hacían sentir seguros; cumplir con determinadas prácticas y ritos los dispensaba de la inquietud de preguntarse: ¿Qué es lo que le agrada a nuestro Dios? Jesús, el Señor, les señala que cumplir es caminar tras Él, y que ese caminar los ponía frente a leprosos, paralíticos, pecadores.

Esas realidades demandaban mucho más que una receta, una norma establecida. Aprendieron que ir detrás de Jesús supone otras prioridades, otras consideraciones para servir a Dios. Para el Señor, también para la primera comunidad, es de suma importancia que quienes nos decimos discípulos no nos aferremos a cierto estilo, a ciertas prácticas que nos acercan más al modo de ser de algunos fariseos de entonces que al de Jesús.

La libertad de Jesús se contrapone con la falta de libertad de los doctores de la ley de aquella época, que estaban paralizados por una interpretación y practica rigorista de la ley. Jesús no se queda en un cumplimento aparentemente «correcto», Él lleva la ley a su plenitud y por eso quiere ponernos en esa dirección, en ese estilo de seguimiento que supone ir a lo esencial, renovarse e involucrarse. Son tres actitudes que tenemos que plasmar en nuestra vida de discípulos.

Lo primero, ir a lo esencial. No quiere decir «romper con todo» lo que no se acomoda a nosotros, porque tampoco Jesús vino «a abolir la ley, sino a llevarla a su plenitud» (Mt 5,17); es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta y tiene valor para la vida. Jesús enseña que la relación con Dios no puede ser un apego frío a normas y leyes, ni tampoco un cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a un cambio real de vida. Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado simplemente por una costumbre, porque contamos con un certificado de bautismo, sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor.

El discipulado no es algo estático, sino un continuo movimiento hacia Cristo; no es simplemente el apego a la explicación de una doctrina, sino la experiencia de la presencia amigable, viva y operante del Señor, un permanente aprendizaje por medio de la escucha de su Palabra. Y esa palabra, lo hemos escuchado, se nos impone en las necesidades concretas de nuestros hermanos: será el hambre de los más cercanos en el texto proclamado, o la enfermedad en lo que narra Lucas a continuación.

La segunda palabra, renovarse. Como Jesús «zarandeaba» a los doctores de la ley para que salieran de su rigidez, ahora también la Iglesia es «zarandeada» por el Espíritu para que deje sus comodidades y apegos. La renovación no nos debe dar miedo. La Iglesia está siempre en renovación —Ecclesia semper reformanda—. No se renueva a su antojo, sino que lo hace «firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de la esperanza transmitida por la Buena Noticia» (Col 1,23). La renovación supone sacrificio y valentía, no para considerarse mejores o más pulcros, sino para responder mejor al llamado del Señor. El Señor del sábado, la razón de ser de todos nuestros mandatos y prescripciones, nos invita a ponderar lo normativo cuando está en juego el seguimiento; cuando sus llagas abiertas, su clamor de hambre y sed de justicia nos interpelan y nos imponen respuestas nuevas. Y en Colombia hay tantas situaciones que reclaman de los discípulos el estilo de vida de Jesús, particularmente el amor convertido en hechos de no violencia, de reconciliación y de paz.

La tercera palabra, involucrarse. Involucrarse, aunque para algunos eso parezca ensuciarse, mancharse. Como David o los suyos que entraron en el Templo porque tenían hambre y los discípulos de Jesús entraron en el sembrado y comieron las espigas, también hoy a nosotros se nos pide crecer en arrojo, en un coraje evangélico que brota de saber que son muchos los que tienen hambre, hambre de Dios, hambre de dignidad, porque han sido despojados. Y, como cristianos, ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles ese encuentro. No podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de «prohibido el paso», ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es absolutamente mío.

La Iglesia no es nuestra, es de Dios; Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento. Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) y no podemos ser quienes impidamos ese encuentro. Al contrario, Jesús nos pide, como lo hizo a sus discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16); este es nuestro servicio. Bien entendió esto Pedro Claver, a quien hoy celebramos en la liturgia y que mañana veneraré en Cartagena. «Esclavo de los negros para siempre» fue su lema de vida, porque comprendió, como discípulo de Jesús, que no podía permanecer indiferente ante el sufrimiento de los más desamparados y ultrajados de su época y que tenía que hacer algo para aliviarlo.

Hermanos y hermanas, la Iglesia en Colombia está llamada a empeñarse con mayor audacia en la formación de discípulos misioneros, así como lo señalamos los obispos reunidos en Aparecida en el año 2007. Discípulos que sepan ver, juzgar y actuar, como lo proponía aquel documento latinoamericano que nació en estas tierras (cf. Medellín, 1968). Discípulos misioneros que saben ver, sin miopías heredadas; que examinan la realidad desde los ojos y el corazón de Jesús, y desde ahí la juzgan. Y que arriesgan, actúan, se comprometen.

He venido hasta aquí justamente para confirmarlos en la fe y en la esperanza del Evangelio: manténganse firmes y libres en Cristo, de modo que lo reflejen en todo lo que hagan; asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús, conózcanlo, déjense convocar e instruir por Él, anúncienlo con la mayor alegría.

Pidamos a través de la intercesión de nuestra Madre, Nuestra Señora de la Candelaria, que nos acompañe en nuestro camino de discípulos, para que, poniendo nuestra vida en Cristo, seamos simplemente misioneros que llevemos la luz y la alegría del Evangelio a todas las gentes”.

El papa se prepara para el ofertorio.


Así se proclama el Evangelio.

Al finalizar la misa, el Arzobispo de Medellín le da unos agradecimientos muy especiales al Papa y le regala una réplica del cuadro al óleo de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín.

Este es un buen recorderis de esas palabras.

El arzobispo de Medellín, Ricardo Antonio Tobón Restrepo, tomó la palabra tras la misa del papa Francisco este sábado en esta ciudad colombiana y aseguró su empeño "para construir un país reconciliado". "Junto al Sucesor de Pedro, queremos renovar en esta visita nuestra decisión de seguir a Cristo (...) nuestro propósito de seguir aportando el testimonio, los valores y la propuesta cristiana para construir un país reconciliado y con horizontes de esperanza", dijo.
"Nos alegra que haya querido venir a compartir nuestra realidad y a animarnos en nuestro camino. Dios nos ha bendecido con tantos dones y nos ha ayudado a tejer un proceso histórico lleno de grandes realizaciones", comenzó el arzobispo en su mensaje de agradecimiento al papa por su visita. Sin embargo, el arzobispo de Medellín reconoció que el país aún no logra "superar completamente la estructura del mal, que pervierte las conciencias, genera diversas formas de corrupción, mantiene la inequidad social, arruina la vida con el egoísmo y no deja de promover la falsa solución de la violencia".
Aunque también destacó que le consuela ver "el entusiasmo y la generosidad de tantos al servicio de la evangelización" y "un despertar del compromiso apostólico de los laicos" e "iniciativas de fe que llenan de esperanza". Tobón Restrepo expresó el agradecimiento de todos los presentes "venidos incluso con grandes sacrificios de diversas regiones del país y de todos los que siguen este momento de gracia a través de los medios de comunicación".
Cuando le entregaron el cuadro de Nuestra Señora de la Candelaria, la patrona de Medellín, le dijo para que "mantenga su ardor y haga fecunda su misión apostólica".

En agenda privada, después de la Misa campal, el Papa sostiene una conversación con unos jóvenes que pertenecen a un grupo religioso, que Su Santidad, fundó, cuando estaba en Argentina, como miembro especial de la Iglesia Católica.
Al finalizar la eucaristía que el papa Francisco oficiará en Medellín, el próximo 9 de septiembre en el aeropuerto Olaya Herrera, 15 estudiantes de diferentes colegios públicos y privados de Colombia tendrán la oportunidad de conversar durante 20 minutos con el Sumo Pontífice.

Se trata de jóvenes de últimos grados de bachillerato que participaron en Scholas Ciudadanía, iniciativa que busca empoderar a los jóvenes y escuchar sus propuestas para solucionar problemas de sus colegios, barrios, de la ciudad y del país. Entre los seleccionados para encontrarse con el papa Francisco hay 10 antioqueños.

Más tarde el Pontífice se dirige al Seminario Mayor, para un merecido descanso y hacer el almuerzo, con los miembros de su Iglesia.
Seminario de Medellín.
Terminado el almuerzo, Su Santidad, se dirige al Hogar San José, para hacer el encuentro con los jóvenes que viven en él.
Este recorrido fue un verdadero viacrucis, por la torrencial lluvia que los acompañó.
Pequeña historia del Hogar San José.
Corría el año 1910. Medellín era aún una pequeña población de pocos habitantes. Sin embargo, la guerra de los Mil Días incrementó el número de viudas y huérfanos. Ante el dolor que vivían, un misionero de la época quiso crear un lugar que acogiera a los pequeños que habían perdido a sus padres. Algún tiempo después, con apoyo de otras personas y el arzobispo de la época, se fundó el orfelinato de San José, hoy conocido como Hogares San José y uno de los lugares que visitará el papa Francisco luego de su llegada a la ciudad.

Ubicado desde sus inicios en el barrio Boston, en el centro de Medellín, más de 100 años de historia convierten a Hogares San José en la obra social más antigua de la ciudad. Acoge a niños y jóvenes de todo el país que no tienen un lugar donde vivir. Aunque empezó como un internado mixto, en 1955 las niñas se quedaron en la sede de Boston y los niños pasaron a otra ubicada en Las Palmas.
En el Hogar San José el Papa escuchó el testimonio de una joven, Claudia Yesenia, que llegó al Hogar San José, luego de que perdiera a su familia en una masacre ocurrida en San Carlos, Antioquia.
El Papa, tras escuchar a la menor, le dijo que dijo que mientras conocía "todas las dificultades por las que has pasado me venía a la memoria del corazón el sufrimiento injusto de tantos niños y niñas en todo el mundo, que han sido y siguen siendo víctimas inocentes de la maldad de algunos". 

"También el Niño Jesús fue víctima del odio y de la persecución; también Él tuvo que huir con su familia, dejar su tierra y su casa, para escapar de la muerte. Ver sufrir a los niños hace mal al alma porque los niños son los predilectos de Jesús. No podemos aceptar que se les maltrate, que se les impida el derecho a vivir su niñez con serenidad y alegría, que se les niegue un futuro de esperanza", añadió el santo padre.

"Pero -concluyó- Jesús no abandona a nadie que sufre, mucho menos a ustedes, niños y niñas, que son sus preferidos. Claudia Yesenia, al lado de tanto horror sucedido, Dios te regaló una tía que te cuidó, un hospital que te atendió y finalmente una comunidad que te recibió. Este «hogar» es una prueba del amor que Jesús les tiene y de su deseo de estar muy cerca de ustedes".

Grupo de alumnas del Hogar San José.


 El papa Francisco en el hogar San José.

A las cuatro de la tarde, el Sumo Pontífice, se reúne con todos los religiosos de Antioquia y sus familias y luego de escuchar el testimonio de algunos de ellos, y oír la proclamación de un texto del Evangelio de Juan, pronuncio esta preciosa homilía:
Estimados hermanos obispos, Queridos sacerdotes, consagrados, consagradas, seminaristas, Queridas familias, ¡queridos «paisas»!

La alegoría de la vid verdadera que acabamos de escuchar del Evangelio de Juan se da en el contexto de la última cena de Jesús. En ese ambiente de intimidad, de cierta tensión pero cargada de amor, el Señor lavó los pies de los suyos, quiso perpetuar su memoria en el pan y el vino, y también les habló a los que más quería desde lo hondo de su corazón.

En esa primera noche «eucarística», en esa primera caída del sol después del gesto de servicio, Jesús abre su corazón; les entrega su testamento. Y así como en aquel cenáculo se siguieron reuniendo posteriormente los Apóstoles, algunas mujeres y María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,13-14), hoy también acá en este espacio nos hemos reunido nosotros a escucharlo, a escucharnos. La hermana Leidy de San José, María Isabel y el padre Juan Felipe nos han dado su testimonio. También cada uno de los que estamos aquí podríamos narrar la propia historia vocacional. Todos coincidirían en la experiencia de Jesús que sale a nuestro encuentro, que nos primerea y que de ese modo nos ha captado el corazón. Como dice el Documento de Aparecida: «Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (n. 29).
Muchos de ustedes, jóvenes, habrán descubierto este Jesús vivo en sus comunidades; comunidades de un fervor apostólico contagioso, que entusiasman y suscitan atracción. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas; la vida fraterna y fervorosa de la comunidad es la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 107). Los jóvenes son naturalmente inquietos y, si bien asistimos a una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y voluntariado. Cuando lo hacen captados por Jesús, sintiéndose parte de la comunidad, se convierten en «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra (cf. ibíd., 107).
Esa es la vid a la que se refiere Jesús en el texto que hemos proclamado: la vid que es el «pueblo de la alianza». Profetas como Jeremías, Isaías o Ezequiel se refieren a él como una vid, hasta un salmo, el 80, canta diciendo: «Tú sacaste de Egipto una vid... le preparaste terreno, echó raíces y llenó toda la región» (vv.9-10). A veces expresan el gozo de Dios ante su vid, otras su enojo, desconcierto y despecho; jamás se desentiende de ella, nunca deja de padecer sus distancias, de salir al encuentro de este pueblo que, cuando se aleja de Él, se seca, arde y se destruye.
¿Cómo es la tierra, el sustento, el soporte donde crece esta vid en Colombia? ¿En qué contextos se generan los frutos de las vocaciones de especial consagración? Seguramente en ambientes llenos de contradicciones, de claroscuros, de situaciones vinculares complejas. Nos gustaría contar con un mundo, con familias y vínculos más llanos, pero somos parte de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando con ella, Dios sigue llamando. Sería casi evasivo pensar que todos ustedes han escuchado el llamado de Dios en medio de familias sostenidas por un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia (cf. Exhort. ap. Amoris laetitia, 5). Algunas, quiera Dios que muchas, serán así. Pero tener los pies sobre la tierra es reconocer que nuestros procesos vocacionales, el despertar del llamado de Dios, nos encuentra más cerca de aquello que ya relata la Palabra de Dios y del que tanto sabe Colombia: «Un sendero de sufrimiento y de sangre [...] la violencia fratricida de Caín sobre Abel y los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga confesión de Job abandonado» (ibíd., 20). Desde el comienzo ha sido así: Dios manifiesta su cercanía y su elección; Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a hombres y mujeres en la fragilidad de la historia personal y comunitaria. No tengamos miedo, en esa tierra compleja Dios siempre ha hecho el milagro de generar buenos racimos, como las arepas al desayuno. ¡Que no falten vocaciones en ninguna comunidad, en ninguna familia de Medellín!
Y esta vid —que es la de Jesús— tiene el atributo de ser la verdadera. Él ya utilizó este término en otras ocasiones en el Evangelio de Juan: la luz verdadera, el verdadero pan del cielo, o el testimonio verdadero. Ahora, la verdad no es algo que recibimos —como el pan o la luz— sino que brota desde adentro. Somos pueblo elegido para la verdad, y nuestro llamado tiene que ser en la verdad. No puede haber lugar, si somos sarmientos de esta vid, si nuestra vocación está injertada en Jesús, para el engaño, la doblez, las opciones mezquinas. Todos tenemos que estar atentos para que cada sarmiento sirva para lo que fue pensado: dar frutos. Desde los comienzos, a quienes les toca acompañar los procesos vocacionales, tendrán que motivar la recta intención, un deseo auténtico de configurarse con Jesús, el pastor, el amigo, el esposo. Cuando los procesos no son alimentados por esta savia verdadera que es el Espíritu de Jesús, entonces hacemos experiencia de la sequedad y Dios descubre con tristeza aquellos tallos ya muertos. Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y de promoción social, cuando la motivación es «subir de categoría», apegarse a intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de lucro. Como he dicho ya en otras ocasiones, el diablo entra por el bolsillo. Esto no es privativo de los comienzos, todos nosotros tenemos que estar atentos porque la corrupción en los hombres y mujeres que están en la Iglesia empieza así, poco a poco, luego —nos lo dice Jesús mismo— se enraíza en el corazón y acaba desalojando a Dios de la propia vida. «No se puede servir a Dios y al dinero» (Mt 6,21.24), no podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales.
Hay situaciones, estilos y opciones que muestran los signos de sequedad y de muerte: ¡No pueden seguir entorpeciendo el fluir de la savia que alimenta y da vida! El veneno de la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al Pueblo de Dios, a los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en nuestra comunidad; son ramas que decidieron secarse y que Dios nos manda cortar.
Pero Dios no sólo corta; la alegoría continúa diciendo que Dios limpia la vid de imperfecciones. La promesa es que daremos fruto, y en abundancia, como el grano de trigo, si somos capaces de entregarnos, de donar la vida libremente. Tenemos en Colombia ejemplos de que esto es posible. Pensemos en santa Laura Montoya, una religiosa admirable cuyas reliquias tenemos con nosotros y que desde esta ciudad se prodigó en una gran obra misionera en favor de los indígenas de todo el país. ¡Cuánto nos enseña la mujer consagrada de entrega silenciosa, abnegada, sin mayor interés que expresar el rostro maternal de Dios! Así mismo, podemos recordar al beato Mariano de Jesús Euse Hoyos, uno de los primeros alumnos del Seminario de Medellín, y a otros sacerdotes y religiosas de Colombia, cuyos procesos de canonización han sido introducidos; como también otros tantos, miles de colombianos anónimos que, en la sencillez de su vida cotidiana, han sabido entregarse por el Evangelio y que ustedes llevarán en su memoria y serán estímulo en su entrega. Todos nos muestran que es posible seguir fielmente la llamada del Señor, que es posible dar mucho fruto.
La buena noticia es que Él está dispuesto a limpiarnos, que no estamos terminados, que como buenos discípulos estamos en camino. ¿Cómo va cortando Jesús los factores de muerte que anidan en nuestra vida y distorsionan el llamado? Invitándonos a permanecer en Él; permanecer no significa solamente estar, sino que indica mantener una relación vital, existencial, de absoluta necesidad; es vivir y crecer en unión íntima y fecunda con Jesús, fuente de vida eterna. Permanecer en Jesús no puede ser una actitud meramente pasiva o un simple abandono sin consecuencias en la vida cotidiana y concreta. Permítanme proponerles tres modos de hacer efectivo este permanecer:
1. Permanecemos tocando la humanidad de Cristo: Con la mirada y los sentimientos de Jesús, que contempla la realidad no como juez, sino como buen samaritano; que reconoce los valores del pueblo con el que camina, así como sus heridas y pecados; que descubre el sufrimiento callado y se conmueve ante las necesidades de las personas, sobre todo cuando estas se ven avasalladas por la injusticia, la pobreza indigna, la indiferencia, o por la perversa acción de la corrupción y la violencia.
Con los gestos y palabras de Jesús, que expresan amor a los cercanos y búsqueda de los alejados; ternura y firmeza en la denuncia del pecado y el anuncio del Evangelio; alegría y generosidad en la entrega y el servicio, sobre todo a los más pequeños, rechazando con fuerza la tentación de dar todo por perdido, de acomodarnos o de volvernos sólo administradores de desgracias.
2. Permanecemos contemplando su divinidad: Despertando y sosteniendo la admiración por el estudio que acrecienta el conocimiento de Cristo porque, como recuerda san Agustín, no se puede amar a quien no se conoce (cf. La Trinidad, Libro X, cap. I, 3). Privilegiando para ese conocimiento el encuentro con la Sagrada Escritura, especialmente el Evangelio, donde Cristo nos habla, nos revela su amor incondicional al Padre, nos contagia la alegría que brota de la obediencia a su voluntad y del servicio a los hermanos. Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús (cf. San Jerónimo, Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17). ¡Gastemos tiempo en una lectura orante de la Palabra! En auscultar en ella qué quiere Dios para nosotros y nuestro pueblo.
 Que todo nuestro estudio nos ayude a ser capaces de interpretar la realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio evasivo de los aconteceres de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de modas o ideologías. Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio, que no quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y sus culturas.
Permanecer y contemplar su divinidad haciendo de la oración parte fundamental de nuestra vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos libera del lastre de la mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a elegir alejándonos de lo superficial, en un ejercicio de auténtica libertad. Nos saca de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a ponernos con docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer eficaz su proyecto de salvación. Y en la oración, adorar. Aprender a adorar en silencio. Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Haber sido llamados no nos da un certificado de buena conducta e impecabilidad; no estamos revestidos de una aureola de santidad. Todos somos pecadores y necesitamos del perdón y la misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que no está bien y hemos hecho mal, lo echa fuera de la viña y lo quema. Nos deja limpios para poder dar fruto. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para con su pueblo, del que somos parte. Él nunca nos dejará tirados al costado del camino. Dios hace de todo para evitar que el pecado nos venza y cierre las puertas de nuestra vida a un futuro de esperanza y de gozo.
3. Finalmente, hay que permanecer en Cristo para vivir en la alegría. Si permanecemos en Él, su alegría estará en nosotros. No seremos discípulos tristes y apóstoles amargados.
Al contrario, reflejaremos y portaremos la alegría verdadera, el gozo pleno que nadie nos podrá quitar, difundiremos la esperanza de vida nueva que Cristo nos ha traído. El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría. Dios no nos quiere sumidos en la tristeza y el cansancio que vienen de las actividades mal vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aun nuestras fatigas. Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de la cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de Dios cuando trasparentamos la alegría del encuentro con Él.
En el Génesis, después del diluvio, Noé planta una vid como signo del nuevo comienzo; finalizando el Éxodo, los que Moisés envió a inspeccionar la tierra prometida, volvieron con un racimo de uvas, signo de esa tierra que manaba leche y miel. Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y familias. El Señor ha puesto su mirada sobre Colombia: ustedes son signo de ese amor de predilección. Nos toca ofrecer todo nuestro amor y servicio unidos a Jesucristo, nuestra vid. Y ser promesa de un nuevo inicio para Colombia, que deja atrás diluvios de desencuentro y violencia, que quiere dar muchos frutos de justicia y paz, de encuentro y solidaridad. Que Dios los bendiga; que Dios bendiga la vida consagrada en Colombia. Y no se olviden de rezar por mí.

En resumen, debemos tener muy en cuenta, estas frases del Santo Padre, para que empecemos a redimensionar la Iglesia de Cristo, que fue fundada, en el amor y la oración:

Frases célebres del Sumo Pontífice.
Estas frases del Sumo Pontífice, son un jalón de orejas, para aquellos clérigos, religiosos y misioneros, que según Él, solo tienen una carita de estampa.
1. La Iglesia es ‘zarandeada ‘por el Espíritu para que deje sus comodidades y sus apegos. La renovación no nos debe dar miedo.
2. En este momento de la historia, los sacerdotes y jerarcas eclesiásticos son interpelados por un clamor de hambre y justicia.
3. Involúcrense más con los desfavorecidos aunque para algunos eso parezca ensuciarse y mancharse.
4. La Iglesia se debe comprometer más, porque el comportamiento (del papa) tiene credibilidad.
5. Los obispos no son técnicos ni políticos, sino pastores.
6. No hay que apegarse a intereses materiales. Como he dicho, el diablo entra por el bolsillo.
7. No se puede servir a Dios y al dinero.
8. Tenemos que estar atentos porque la corrupción en hombres y mujeres que están en la Iglesia empieza poquito a poquito.
9. El veneno de la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al pueblo de Dios, a los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en nuestra comunidad.
10. Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y de promoción social, cuando la motivación es ‘subir de categoría‘, apegarse a intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de lucro.
11. La renovación supone sacrificio y valentía.
12. La Iglesia no es una aduana. La Iglesia tiene las puertas abiertas.
13. No podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales.
El último día de la visita de Papa, fue en la ciudad de Cartagena, a la que coloquialmente le decimos: El corralito de piedras.

El último día de la visita de Papa, fue en la ciudad de Cartagena, a la que coloquialmente le decimos: El corralito de piedras.

El Papa llegó a Cartagena a las diez de la mañana y fue recibido por las autoridades locales en el aeropuerto Rafael Núñez, por el Señor Arzobispo de Cartagena, Monseñor Jorge Enrique Jiménez Carvajal, el Gobernador de Bolívar, el Doctor Dumek Turbay, el alcalde encargado, el Doctor Sergio Londoño Zurek y las demás autoridades de la localidad. 

Seguidamente, Su Santidad hizo un recorrido por algunas calles y llegó al Barrio San Francisco, luego arrimó a la casa de la Señora Lorenza María Pérez Barrios.
En este barrio Bendijo las primeras piedras, para dos importantes obras, que benefician a los más necesitados.
En este recorrido, el Papa tiene un descuido involuntario y se golpea la mejilla izquierda, contra el vidrio de Papa móvil, pero ese percance, no le quita fuerzas, y continúa, como si nada hubiera pasado, pero sus subalternos notaron el problema, le pidieron el favor de que bajara y en la casa de la Señora que visitaba, le prestaron primeros auxilios y aprovecho, para cambiar sus vestidos, porque es un hombre impecable en el aseo y su buena presentación.
Miremos con más detalle, el percance de Su Santidad.
Pero como siempre lo acompaña su médico de cabecera, al minuto siguiente, no se notaba el pequeño edema del pómulo.

Dicen que hombre prevenido vale por dos y creo que nuestro Pontífice, vale por muchos, porque en su escarcela lleva todas aquellas cosas que se pueden necesitar en una urgencia.

Me di una punada, pero estoy bien.

Seguidamente se dirige hacia el Templo de San Pedro Claver, en donde hizo una corta oración frente a los despojos mortales del Santo y luego entonó el Ángelus, una hermosa oración que acostumbra rezar en el Vaticano.
Recordemos que Su Santidad es un miembro de la comunidad religiosa de los Jesuitas y por esta razón, su cita obligada es en la iglesia de San Pedro Claver otro misionero que vino, como Él a traernos paz y consuelo espiritual.
Tambien es importante recordar que en el actual período de la Iglesia Católica, el Papa es Jorge Mario Bergoglio y pertenece a la sociedad de Jesús, S. J. Societas Jesu. Y que el Sacerdote que rige esa comunidad en el mundo, al que llamamos el Papa Negro, El Padre Arturo Sosa Abacal, también es de esa comunidad religiosa.
Por esta razón tan importante, el Santo Padre ha visitado en el día de hoy, esta hermosa joya de la colonia.

Así fue todo el recorrido de las primeras gestiones del Papa en la ciudad de Cartagena.

Este es en Templo de San Pedro Claver, entre el corralito de piedras.

Esta fueron las palabras que pronunció en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Poco antes de entrar en esta iglesia donde se conservan las reliquias de san Pedro Claver, he bendecido las primeras piedras de dos instituciones destinadas a atender a personas con grave necesidad y visité la casa de la señora Lorenza, donde acoge cada día a muchos hermanos y hermanas nuestras para darles alimento y cariño. Estos encuentros me han hecho mucho bien porque allí se puede comprobar cómo el amor de Dios se hace concreto, se hace cotidiano.

Todos juntos rezaremos el Ángelus, recordando la encarnación del Verbo. Y pensamos en María, que concibió a Jesús y lo trajo al mundo. La contemplamos esta mañana bajo la advocación de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Como saben, durante un periodo largo de tiempo esta imagen estuvo abandonada, perdió el color y estaba rota y agujereada. Era tratada como un trozo de saco viejo, usándola
sin ningún respeto hasta que acabaron desechándola. Fue entonces cuando una mujer sencilla, la primera devota de la Virgen de Chiquinquirá, que según la tradición se llamaba María Ramos, vio en esa tela algo diferente. Tuvo el valor y la fe de colocar esa imagen borrosa y rajada en un lugar destacado, devolviéndole su dignidad perdida. Supo encontrar y honrar a María, que sostenía a su Hijo en sus brazos, precisamente en lo que para los demás era despreciable e inútil.
De ese modo, se hizo paradigma de todos aquellos que, de diversas maneras, buscan recuperar la dignidad del hermano caído por el dolor de las heridas de la vida, de aquellos que no se conforman y trabajan por construirles una habitación digna, por atender sus necesidades perentorias y, sobre todo, rezan con perseverancia para que puedan recuperar el esplendor de hijos de Dios que les ha sido arrebatado.
El Señor nos enseña a través del ejemplo de los humildes y de los que no cuentan. Si a María Ramos, una mujer sencilla, le concedió la gracia de acoger la imagen de la Virgen en la pobreza de esa tela rota, a Isabel, una mujer indígena, y a su hijo Miguel, les dio la capacidad de ser los primeros en ver trasformada y renovada esa tela de la Virgen. Ellos fueron los primeros en mirar con ojos sencillos ese trozo de paño totalmente nuevo y ver en éste el resplandor de la luz divina, que transforma y hace nuevas todas las cosas. Son los pobres, los humildes, los que contemplan la presencia de Dios, a quienes se revela el misterio del amor de Dios con mayor nitidez.
Ellos, pobres y sencillos, fueron los primeros en ver a la Virgen de Chinquinquirá y se convirtieron en sus misioneros, anunciadores de la belleza y santidad de la Virgen. Y en esta iglesia le rezaremos a María, que se llamó a sí misma «la esclava del Señor», y a san Pedro Claver, el «esclavo de los negros para siempre», como se hizo llamar desde el día de su profesión solemne. Él esperaba las naves que llegaban desde África al principal mercado de esclavos del Nuevo Mundo. Muchas veces los atendía solamente con gestos evangelizadores, por la imposibilidad de comunicarse, por la diversidad de los idiomas. Sin embargo, Pedro Claver sabía que el lenguaje de la caridad y de la misericordia era comprendido por todos. De hecho, la caridad ayuda a comprender la verdad y la verdad reclama gestos de caridad. Cuando sentía repugnancia hacia ellos, besaba sus llagas.
Austero y caritativo hasta el heroísmo, después de haber confortado la soledad de centenares de miles de personas, transcurrió los últimos cuatro años de su vida enfermo y en su celda, en un espantoso estado de abandono. Efectivamente, san Pedro Claver ha testimoniado en modo formidable la responsabilidad y el interés que cada uno de nosotros debe tener por sus hermanos. Este santo fue, por lo demás, acusado injustamente de ser indiscreto por su celo y debió enfrentar duras críticas y una pertinaz oposición por parte de quienes temían que su ministerio socavase el lucrativo comercio de los esclavos. Todavía hoy, en Colombia y en el mundo, millones de personas son vendidas como esclavos, o bien mendigan un poco de humanidad, un momento de ternura, se hacen a la mar o emprenden el camino porque lo han perdido todo, empezando por su dignidad y por sus propios derechos.
María de Chiquinquirá y Pedro Claver nos invitan a trabajar por la dignidad de todos nuestros hermanos, en especial por los pobres y descartados de la sociedad, por aquellos que son abandonados, por los emigrantes, por los que sufren la violencia y la trata. Todos ellos tienen su dignidad y son imagen viva de Dios. Todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y a todos nosotros, la Virgen nos sostiene en sus brazos como a hijos queridos.
Dirijamos ahora nuestra oración a la Virgen Madre, para que nos haga descubrir en cada uno de los hombres y mujeres de nuestro tiempo el rostro de Dios.
(Ángelus Domini)
Queridos hermanos y hermanas:
Desde este lugar, quiero asegurar mi oración por cada uno de los países de Latinoamérica, y de manera especial por la vecina Venezuela. Expreso mi cercanía a cada uno de los hijos e hijas de esa amada nación, como también a los que han encontrado en esta tierra colombiana un lugar de acogida.
Desde esta ciudad, sede de los derechos humanos, hago un llamamiento para que se rechace todo tipo de violencia en la vida política y se encuentre una solución a la grave crisis que se está viviendo y afecta a todos, especialmente a los más pobres y desfavorecidos de la sociedad. Que la Virgen Santísima interceda por todas las necesidades del mundo y de cada uno de sus hijos.
Saludo a todos los presentes, venidos de diferentes lugares, como también a los que siguen esta visita por la radio y la televisión. A todos os deseo un feliz domingo. Por favor, no se olviden de rezar por mí.

Ahora veamos la Virgen del Carmen, que el Santo Padre, va a bendecir en la Bahía de Cartagena:

Con quince metros de altura, cerca de 20 toneladas de mármol empleadas, un niño en brazos de 4 metros de altura y 600 millones de pesos invertidos, la escultura de la Virgen del Carmen regresó a la Bahía de Cartagena el pasado 6 de junio para continuar con una tradición de más de 30 años que había sido interrumpida tras el desplome de la imagen en agosto de 2015.

La emblemática figura, cuyas piezas en mármol blanco italiano cayeron al fondo del agua en una fuerte lluvia fue recuperada del fondo marino en una operación coordinada con la Armada Nacional.

El análisis de las piezas de la escultura descartó que un rayo la hubiera destruido como se afirmó por largo tiempo.  El arquitecto restaurador Mateo Santander explicó que se emplearon técnicas que garantizaran las condiciones originales de la figura.  La parte inferior, donde se ubican los pies y el vestido, tuvo que ser rearmada en su totalidad pues estaban destruidas.  “La imagen está seccionada en tres grandes partes, como piezas independientes que no tuvieron que ser pegadas pues se sostienen por la gravedad”.
La obra de restauración fue posible por las gestiones de monseñor Jorge Enrique Jiménez y el apoyo decidido de la Armada Nacional y de la Fundación Puerto de Cartagena.
Por su parte el almirante Evelio Ramírez, comandante de la Fuerza Naval del Caribe, recordó que el almirante Leonardo Santamaría como director de la Armada Nacional, dio el impulso para que la institución estuviera al servicio de toda la logística que requirió la obra.
Historia del monumento
Con motivo de la fiesta de la Virgen del Carmen, el 16 de julio de 1946, ocurrió en Cartagena una bella procesión. En el sermón de clausura estuvo a cargo del padre Rafael García Herreros, desde los balcones de la actual alcaldía Municipal, cerca de la Plaza de la Inquisición, lanzó la idea de erigir en plena bahía una colosal imagen de Nuestra Señora, la Virgen del Mar.
Se creó una Junta pro-monumento empezó a reunirse cada semana en la sacristía del convento de Santo Domingo, donde entonces funcionaba el Seminario Conciliar.
Por medio de Manuel Mainero, cónsul italiano en Cartagena, y representante de la compañía naviera “Italian Line” se gestionó la elaboración de una imagen de mármol, con la firma U. Luisi Heredi, escultores de Pietra Santa, población de Italia cerca de Pizza.
La inauguración se realizó el 16 de julio de 1958. Ese día una multitud, encabezada por el arzobispo José Ignacio López, cantó alabanzas a la Virgen en una impresionante procesión que salió desde la Catedral y llegó hasta las murallas por la avenida del arsenal.

El papa Francisco realiza en Contecar, Cartagena, la última misa de su visita apostólica a Colombia. Después de la Homilía será trasladado en helicóptero al aeropuerto Rafael Núñez, desde donde partirá hacia Roma.

De esta manera terminan cinco días de gira papal en los que se han registrado los más emotivos momentos, se han escuchado frases contundentes, pero sobre todo se ha visto un pontífice vigoroso, cercano a los fieles y sobre todo a los más desvalidos.

“Dignidad de la Persona y derechos humanos”


En esta ciudad, que ha sido llamada «la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad conseguida, celebro la última Eucaristía de este viaje a Colombia. También, desde hace 32 años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos Humanos porque aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero formado por los sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corberó, Alonso de Sandoval y el Hermano Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de Cartagena de Indias en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la situación de los oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por quienes clamaron por el buen trato y la libertad» (Congreso de Colombia 1985, ley 95, art. 1).

Aquí, en el Santuario de san Pedro Claver, donde de modo continuo y sistemático se da el encuentro, la reflexión y el seguimiento del avance y vigencia de los derechos humanos en Colombia, la Palabra de Dios nos habla de perdón, corrección, comunidad y oración.

En el cuarto sermón del Evangelio de Mateo, Jesús nos habla a nosotros, a los que hemos decidido apostar por la comunidad, a quienes valoramos la vida en común y soñamos con un proyecto que incluya a todos. El texto que precede es el del pastor bueno que deja las 99 ovejas para ir tras la pérdida, y ese aroma perfuma todo el discurso: no hay nadie lo suficientemente perdido que no merezca nuestra solicitud, nuestra cercanía y nuestro perdón. Desde esta perspectiva, se entiende entonces que una falta, un pecado cometido por uno, nos interpele a todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del pecado del hermano; ese está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañó no se pierda.

En estos días escuché muchos testimonios de quienes han salido al encuentro de personas que les habían dañado. Heridas terribles que pude contemplar en sus propios cuerpos; pérdidas irreparables que todavía se siguen llorando, sin embargo han salido, han dado el primer paso en un camino distinto a los ya recorridos. Porque Colombia hace décadas que a tientas busca la paz y, como enseña Jesús, no ha sido suficiente que dos partes se acercaran, dialogaran; ha sido necesario que se incorporaran muchos más actores a este diálogo reparador de los pecados. «Si no te escucha, busca una o dos personas más» (Mt 18,15), nos dice el Señor en el Evangelio.

Hemos aprendido que estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239).

Nosotros podemos hacer un gran aporte a este paso nuevo que quiere dar Colombia. Jesús nos señala que este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo de a dos. Nada podrá reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso colectivo nos exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las heridas hondas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso sólo nos deja en la puerta de las exigencias cristianas. A nosotros se nos exige generar «desde abajo» un cambio cultural: a la cultura de la muerte, de la violencia, respondemos con la cultura de la vida, del encuentro. Nos lo decía ya ese escritor tan de ustedes, tan de todos: «Este desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a los otros... una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación» (Gabriel García Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).

¿Cuánto hemos accionado en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido, permitiendo que la barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo? Jesús nos manda a confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de vida que dañan el cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se «normalizan» procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se alce ni nuestras manos acusen proféticamente! Al lado de san Pedro Claver había millares de cristianos, consagrados muchos de ellos; sólo un puñado inició una corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo restaurar la dignidad y la esperanza de centenares de millares de negros y de esclavos que llegaban en condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor, con todas sus esperanzas perdidas. No poseía títulos académicos de renombre; más aún, se llegó a afirmar que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio» de vivir cabalmente el Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban sólo un deshecho. Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la Compañía de Jesús fue seguida por santa María Bernarda Bütler, que dedicó su vida al servicio de pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena.1

En el encuentro entre nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida para que vuelva a ser auténticamente humana. «La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada» (Discurso a las Naciones Unidas, 25 septiembre 2015).

También Jesús nos señala la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar, persista en su mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados que hieren la convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación; en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 8), e incluso en una «aséptica legalidad» pacifista que no tiene en cuenta la carne del hermano, la carne de Cristo. También para esto debemos estar preparados, y sólidamente asentados en principios de justicia que en nada disminuyen la caridad. No es posible convivir en paz sin hacer nada con aquello que corrompe la vida y atenta contra ella. A este respecto, recordamos a todos aquellos que, con valentía y de forma incansable, han trabajado y hasta han perdido la vida en la defensa y protección de los derechos de la persona humana y su dignidad. Como a ellos, la historia nos pide asumir un compromiso definitivo en defensa de los derechos humanos, aquí, en Cartagena de Indias, lugar que ustedes han elegido como sede nacional de su tutela.

Finalmente Jesús nos pide que recemos juntos; que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales, distintas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor. Estoy seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que estuvieron errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza, por la reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema de esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una dirección común.

«Dar el primer paso» es, sobre todo, salir al encuentro de los demás con Cristo, el Señor. Y Él nos pide siempre dar un paso decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar. Si Colombia quiere una paz estable y duradera, tiene que dar urgentemente un paso en esta dirección, que es aquella del bien común, de la equidad, de la justicia, del respeto de la naturaleza humana y de sus exigencias. Sólo si ayudamos a desatar los nudos de la violencia, desenredaremos la compleja madeja de los desencuentros: se nos pide dar el paso del encuentro con los hermanos, atrevernos a una corrección que no quiere expulsar sino integrar; se nos pide ser caritativamente firmes en aquello que no es negociable; en definitiva, la exigencia es construir la paz, «hablando no con la lengua sino con manos y obras» (san Pedro Claver), y levantar juntos los ojos al cielo: Él es capaz de desatar aquello que para nosotros pareciera imposible, Él ha prometido acompañarnos hasta el fin de los tiempos, Él no dejará estéril tanto esfuerzo.

1 También ella tuvo la inteligencia de la caridad y supo encontrar a Dios en el prójimo; ninguno de los dos se paralizó ante la injusticia y la dificultad. Porque «ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso» (Exhort. Ap. Evangelii gaudium, 227).


Monseñor Jorge Enrique Jiménez, Arzobispo de Cartagena, le expresó un sentido mensaje de agradecimiento al Papa Francisco por su visita en Colombia y especialmente por estar en la ciudad costera.
En sus palabras de despedida al Sumo Pontífice, Monseñor Jiménez manifestó su profunda gratitud, “gracias por su visita, siempre le recordaremos en la oración. Gracias Papa Francisco por estar hoy aquí, por pasar con nosotros un domingo y por quedarse con nosotros al caer la tarde”.
“Gracias por darnos esperanza y buen retorno a la iglesia de Roma” dijo con voz entre cortada el Arzobispo de Cartagena tras concluirse la celebración litúrgica en Cartagena.
En sus palabras Monseñor hizo alusión a la contradicción social que se vive en Cartagena “se conoce la ciudad como la más desigual de Colombia y en los últimos días ha permeado la corrupción, pero en el encuentro con Jesús hemos puesto a los pobres en el centro y deseamos construir una sociedad más justa y más honrada”.
En medio de estas sentidas palabras Monseñor entregó un cáliz al Papa Francisco, quien de regreso le entregó otro cáliz para que sea usado en la arquidiócesis.
El Papa Francisco agradeció a Monseñor por sus “palabras tan amables, en nombre de los hermanos y de todo el pueblo”.
Sopetrán, Septiembre 10 del 2017.
Darío Sevillano Álvarez.