Democracia, la forma más
elegante para gobernar, tiende a desaparecer.
En todo el planeta,
venimos observando con mucha preocupación, que las democracias, que son la
mejor forma para gobernar están desapareciendo por obra de magia.
Los gobernantes modernos,
con la ansiedad del poder y la fuerza de conseguir dinero en cantidades, se
están volviendo autócratas, es decir, con una palabra más acertada: Se están
convirtiendo en dictadores y a pesar de que las constituciones que rigen en sus
países, no lo permiten, se están reeligiendo, por períodos consecutivos, que
los convierten en dictadores eternos de sus estados.
Para muestra, sin
exageraciones, citemos los más famosos:
Putin en la federación
rusa; Xi Jinping en la China; Kim Jong Un, en Corea del norte; Maduro en
Venezuela; Ortega, en Nicaragua; Días Caney, en Cuba; Ebrahim Raísi, en Irán; Etc,
Etc.
Ninguno de ellos quiere
que se acabe su imperio y lo consiguen a sangre y fuego, como se imponen las
normas en esos ingratos países.
Lo peor del caso, es que
estos poco ilustres ciudadanos, están prolongando sus imperios, porque el poder
del dinero así lo necesita; pues todos ellos son los mejores capitalistas del
planeta y tienen cuentas bancarias muy elevadas, en muchos bancos de la tierra.
Otro factor muy peligroso
y preocupante, es que casi todos ellos, para perpetuarse en el poder, se están
especializando en poseer armas nucleares, para convencer a sus enemigos, de que
los deben respetar, por encima de cualquier circunstancia.
Los que no se han
especializado en las armas nucleares, se han encomendado a los que manejan las grandes
potencias, en esta materia, para que los hagan respetar de todo mal y peligro.
Como ejemplo de lo que
estoy afirmando, fijémonos en: Nicaragua, Cuba y Venezuela, que están bien
protegidos por China y Rusia.
Pero los que sabemos de
política internacional, estamos muy preocupados, porque esas dos potencias
acompañadas de Irán, no son fruta que come mono, eso que estoy presintiendo,
nos lo está mostrando, lo que ocurre en Ucrania; porque estos sinvergüenzas, están
buscando poderío territorial en todo el planeta.
Los golpes de estado,
pululan en todas las repúblicas, como ejemplo podemos ver, lo que está
ocurriendo en una pequeña república de África, como Burkina Faso, en donde se
han dado dos golpes de estado en el presente año.
“La imagen típica de la quiebra
democrática es un general deponiendo, y sustituyendo, a un presidente elegido
democráticamente.
Esa sustitución implicaba un cambio
de gobierno, pero, sobre todo, un cambio de régimen.
El adjetivo habitual era «militar»:
un golpe militar daba lugar a un régimen militar.
Pero habitualmente era un
sobreentendido que no hacía falta reforzar: ¿de qué otro tipo podía ser un
golpe?
Esto cambió.
Hoy abundan todo tipo de
calificativos: golpe blando, suave, parlamentario, judicial, electoral, de
mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil…
Esta profusión no debe ser
naturalizada.
Corresponde preguntarse: ¿Por qué
llegamos del concepto clásico de golpe, a esta abundancia de subtipos disminuidos?”
Los tres elementos constitutivos eran
el blanco (el jefe de Estado o gobierno), el perpetrador (otro agente estatal,
generalmente las Fuerzas Armadas) y el procedimiento (secreto, rápido y, sobre
todo, ilegal).
En la actualidad, aunque las
interrupciones de mandato siguen ocurriendo, es cada vez más infrecuente que
contengan los tres elementos.
En ausencia de uno de ellos, se
multiplicaron los calificadores que, buscando justificar el uso de la palabra
«golpe», dejan en evidencia que no lo es tanto.
Los golpes modernos han cambiado de
estructura y de la combinación de los tres elementos constitutivos clásicos,
emergen las siguientes posibilidades:
El golpe de mercado es citado, por ejemplo, como causa de la renuncia de Raúl Alfonsín en 1989, en Argentina, mientras que Nicolás Maduro denunció un «golpe electoral» cuando perdió las elecciones legislativas en 2015.
Si el perpetrador es un agente estatal y la destitución es ilegal, pero el blanco no es el jefe de Estado, presenciamos lo que se llama autogolpe.
Esta palabra es engañosa, porque se
refiere a un golpe que no es dirigido contra uno mismo, sino contra otro órgano
de gobierno, como cuando el presidente cierra el Congreso.
Estos casos incluyen los llamados
«golpes judiciales» y el «golpe en cámara lenta».
El autogolpe arquetípico es el de
Alberto Fujimori en 1992, en Perú, pero golpe judicial se aplica a casos como
el de Venezuela cuando, en 2017, el Poder Judicial resolvió retirarle las
atribuciones legislativas a la Asamblea Nacional.
Si el
perpetrador es un agente estatal y el blanco es el jefe de Estado, pero el
procedimiento de destitución es legal, se trata de un juicio
político o, como le dicen en Estados Unidos y Brasil,
impeachment.
La controversia emerge porque, aunque el Poder Judicial ratifique el procedimiento, la víctima puede alegar parcialidad y cuestionar su legitimidad.
Aquí surgen el llamado «golpe
blando», el «golpe parlamentario» y el aún más paradójico «golpe
constitucional».
Este se podría llamar un golpe
constitucional
Las
destituciones de Fernando Collor de Mello en 1992 y de Dilma Rousseff en 2016
en Brasil han sido denunciadas por sus víctimas como golpes blandos o golpes
parlamentarios, dado que no hubo utilización de fuerza militar y ambos procesos
se canalizaron por el Congreso con la anuencia del Poder Judicial.
Los golpes con adjetivos se
distinguen por la ausencia de uno de los tres componentes clásicos del golpe de
Estado.
El debate sobre si tal destitución
fue golpe o no sigue encendiendo pasiones y, sin embargo, es cada vez menos
relevante.
Porque, últimamente, las democracias
no quiebran cuando cae un gobierno elegido, sino cuando se mantiene.
Hasta la década de 1980, las
democracias morían de golpe. Literalmente.
Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente.
Se desangran entre la indignación del
electorado y la acción corrosiva de los demagogos.
Mirando más atrás en la historia, los
politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt advierten que lo
que vemos en nuestros días no es la primera vez que ocurre: antes de morir de
pronto, las democracias también morían desde adentro, de a poquito.
Los espectros de Benito Mussolini y
Adolf Hitler recorren su libro de 2018, Cómo
mueren las democracias, como ejemplo de que la democracia
está siempre en construcción y las elecciones que la edifican también pueden
demolerla.
Esta obra es un llamado a la
vigilancia para mantener la libertad.
Aunque la comparación de Hitler y
Mussolini con Hugo Chávez es manifiestamente exagerada, los autores subrayan la
similitud de las rutas que los llevaron al poder: siendo tres personajes poco
conocidos que fueron capaces de captar la atención pública, la clave de su
ascenso reside en que los políticos establecidos pasaron por alto las señales
de advertencia y les entregaron el poder (Hitler y Mussolini) o les abrieron
las puertas para alcanzarlo (Chávez).
La abdicación de la responsabilidad
política por parte de los moderados, es el umbral de la victoria de los
extremistas.
Un problema de la democracia es que,
a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al
igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada.
A la democracia hay que cultivarla
cotidianamente.
Esto fue lo que no hicieron los
últimos cuatro gobernantes colombianos y eso produjo, la toma del poder por la
izquierda, con Petro a la cabeza.
Como eso exige negociación,
compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre
parciales.
Pero esto, que cualquier demócrata
sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién
llegados.
Y la impaciencia alimenta la
intolerancia.
Ante los obstáculos, algunos demagogos
relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos
de control), comprar a los opositores y cambiar las reglas del juego.
Mientras puedan hacerlo de manera
paulatina y bajo una aparente legalidad, argumentan Levitsky y Ziblatt, la
deriva autoritaria no hace saltar las alarmas.
Como la rana a baño maría, la
ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está
siendo desmantelada.
Los autores dejan tres lecciones y a cada una de ellas se asocia un desafío.
La primera es que no son las
instituciones, sino ciertas prácticas políticas, las que sostienen la
democracia.
La distinción entre presidencialismo
y parlamentarismo, o entre sistemas electorales mayoritarios y minoritarios,
hace las delicias de los politólogos, pero no determina la estabilidad ni la
calidad del gobierno.
El éxito de la democracia depende de
otras dos cosas: de la tolerancia hacia el otro y de la contención
institucional, es decir, de la decisión de hacer menos de lo que la ley me
permite.
En efecto, las constituciones no
obligan a tratar a los rivales como contrincantes legítimos por el poder ni a
moderarse en el uso de las prerrogativas institucionales para garantizar un
juego limpio.
Sin embargo, sin normas informales que vayan en ese sentido, el sistema constitucional de controles y equilibrios no funciona como previeron Montesquieu y los padres fundadores de Los Estados Unidos, ni como esperaríamos los que adaptamos ese modelo en otras latitudes.
El primer desafío, entonces, es comportarnos
más civilmente de lo que la ley exige.
La segunda lección es que las
prácticas de la tolerancia y la autocontención fructifican mejor en sociedades
homogéneas… o excluyentes.
El éxito de la democracia
estadounidense se debió tanto a su Constitución y a sus partidos como a la
esclavitud primero y a la segregación después.
El desafío del presente consiste en
practicar la tolerancia y la autocontención en una sociedad plural,
multirracial e incluso multicultural, donde el otro es a la vez muy distinto de
nosotros y parte del nosotros.
Este reto interpela a todas las
democracias.
La tercera lección es que el problema
de la polarización está en la dosis.
Un poco de polarización es bueno,
porque la existencia de alternativas diferenciadas mejora la representación;
pero un exceso es perjudicial, porque dificulta los acuerdos y, en
consecuencia, empeora las políticas.
El desafío de los demócratas no
consiste en eliminar la grieta sino en dosificarla.
Levitsky y Ziblatt lo dicen así:
La polarización puede despedazar las normas
democráticas.
Para terminar, les quiero
decir, aunque Petro no ganó con los votos de opinión; sino con los votos
obligatorios, que los grupos al margen de la ley le impusieron, a los
ciudadanos de bien, para esas elecciones; no sabemos hasta cuando vaya a
gobernar, porque tiene en sus manos el poder y está viviendo sabroso, en
compañía de su flamante vicepresidenta.
No podemos criticar todo lo que hace
un gobernante, porque esto, resultaría ridículo; pero las compras y las cosas
que está haciendo nuestro presidente, me parecen exageradas y no se compadecen
con la política de austeridad, que tanto anunció en su campaña.
Es importante que los colombianos nos
enteremos de lo que suena mal y muy mal en algunas cosas que son exageradas,
precisamente en un gobierno como el de Petro, que ha hablado tanto y criticado
tanto en el pasado, y que ha prometido austeridad y cambio.
Una cosa es, por ejemplo, comprar
unos cubiertos y otra muy distinta comprarlos de oro, cuando quienes los
pretenden comprar han criticado sin piedad en el pasado compras menos
relevantes o groseras.
Una cosa es comprar lo que se
necesita y otra es comprarlo en versión suntuaria o con humillante lujo, pues
se trata de recursos públicos.
Y ese es el punto.
Al final, esto es más de lo mismo cuando se
trata de Petro.
Aquí, como en tantas otras cosas, el
pez, muere por la boca, pues, al fin y al cabo, la lengua es su peor azote.
Criticaron a Duque hasta más no
poder, por pretender comprar para la dotación de la mismísima casa privada del
Palacio de Nariño un asador de $3 millones.
Sin embargo, les parece
intrascendente comprar cosas rabiosamente suntuarias como un televisor de más
de $27 millones; un plumón de pluma de ganso de más de $4 millones; un juego de
cama de tela de 500 hilos de más de $2 millones; un duvet de 500 hilos de casi
$3 millones cada uno; una licuadora de casi $2 millones; una cubierta de estufa
de vitrocerámica de inducción de más de $17 millones; entre otras joyas.
Eso es lo que está verdaderamente
mal, y ahí es donde radica la indignación de la gente, sobre todo cuando
prometieron no hacerlo.
Por eso me pareció grandioso un trino
en el que se dice de Petro:
“Se vendió como Pepe Mujica y terminó
siendo una Kardashian”.
Claramente, el problema de este
gobierno no es la dotación de la casa privada, el problema es que nadie da pie
con bola, empezando por el propio presidente y su entorno más cercano.
A Petro se le vio portando un overol de
tripulante de la FAC, y, posteriormente, abordó un avión supersónico de guerra, en el que tuvo un vuelo de media hora.
¿Se
imaginan ustedes la cantidad de pesos que puede haber costado esta operación
relámpago de nuestro petulante presidente?
Sopetrán, octubre 4 del
2022.
Darío Sevillano Álvarez.
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